Escrito por: Natalia Pacheco Infante Son las 8:09 de la mañana y estoy en la estación para ir a clase. Ver amanecer desde el tren me ayuda a reflexionar cada día. Me gusta pensar que el transporte público contribuye a la unidad del mundo. Veo gente de distintas edades, españoles y extranjeros, unos en traje y otros en chándal... Todos ellos en un único vagón.
Pero me atrevo a decir que nadie sonríe. ¿Qué les pasa? Quizás estén dormidos; es temprano. Pero cuando vuelvo a casa por la tarde tampoco veo sonrisas. Quizás sigan dormidos ¿dormidos para siempre? ¿Serán felices? ¿Qué me hace a mi feliz? Un café con los amigos, pasear por la playa, escuchar mi canción favorita, que mi abuela haga la comida que me gusta... Pero ¿es todo esto suficiente? ¿Qué es ser feliz? Y yo ¿soy feliz? Tengo millones de preguntas. A veces tengo miedo a la felicidad, a dar todo de mí y decepcionarme, a que la realidad no sacie mis -quizás demasiado exigentes- expectativas. Por otro lado a menudo percibo que los niños parecen siempre felices. Les es muy fácil sonreír incluso cuando algo no va bien. Y es que no se paran a pensar en las consecuencias, no construyen laberínticos caminos en busca de respuestas. Simplemente viven hoy sin querer averiguar qué va a pasar mañana. Y entonces yo me pregunto ¿es posible hallar la felicidad en cualquier circunstancia? Mi corazón desea ser feliz en cada instante, cuando hay exámenes, cuando me equivoco, ser feliz incluso ante el dolor... ¿Hay algo que dure para siempre? ¿Existe la eternidad? Resulta que es vital y entretenido esto de las preguntas. Pero ¿sabes qué? Un día en medio de todos estos pensamientos encontré sonrisas en el tren. En el tren de las 8:17, al final del primer vagón. Dos chicas que hablan, ríen... Ellas no van dormidas, me atrevería a decir que son felices ¿será que la compañía contribuye a la felicidad? Pocos días después esas dos chicas tienen nombre y apellidos. Ya no cojo el tren de las 8:09. Aunque me pierda el amanecer, prefiero ir en el de las 8:17, y subirme al final del primer vagón. Era necesario salir de mi zona de comfort: de mi tren habitual, del vagón más accesible. Era necesario ser un poco niña para descubrir que la vida es mucho más simple, que la felicidad no entiende de idiomas o edades: ningún corazón está excluido de ese deseo. Era necesario todo esto para descubrir lo verdadero, para experimentar que la felicidad solo es real cuando es compartida. Me doy cuenta de que -aunque a veces intente negármelo- sé perfectamente dónde puedo encontrar la felicidad: existe una eterna sonrisa. ¡Qué impresionante su poder!
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