Carlos Javier González Serrano es director editorial y asesor cultural y de comunicación. Apasionado de los libros y lector voraz, cosecha algunos títulos académicos en Filosofía y Psicología. Imparte conferencias regularmente sobre filosofía y literatura, y colabora igualmente con importantes medios de comunicación. Estamos muy agradecidas a Carlos porque desde el minuto cero se mostró con nosotras cercano, hospitalario, increíblemente generoso y dispuesto a ayudarnos con Punto de Encuentro. Vernos con él nos hizo preguntarnos sobre la felicidad y la vida. Esperamos que a vosotros su experiencia y conocimiento también os hagan preguntaros y aprender. En nuestra experiencia la felicidad es algo constante, estable. Podemos experimentar emociones “negativas” y, sin embargo, seguir considerando que tenemos una vida feliz. ¿Cuál es tu experiencia sobre ello? ¿Qué felicidad has encontrado? Quizá la felicidad no sea esa experiencia “constante” en la que suele pensarse; hay que distinguirla muy bien de la alegría, que siempre hay que recoger cuando llega. La felicidad tiene que ver con la acción, es decir, la felicidad no llega por sí misma, sino que se construye a través del actuar, y, en este sentido, por supuesto que puede estar acompañada de vivencias más agridulces, como la tristeza o la soledad. Precisamente porque la felicidad es un camino, un tránsito, y no una posición o meta definitiva, podemos encontrar piedras en el camino. Puesto que la felicidad, en mi opinión, es una conquista, no podemos sentarnos a esperarla, pues en ese pasar también pasa la vida y, con ella, nuestra posibilidad de intervención. Ya dejó apuntado Platón que el Bien es una conquista constante y difícil de conseguir, pero considero, respondiendo a vuestra pregunta, que es la mejor y más bella que podemos obtener: la conciencia de haber obrado bien sin haber esperado nada (el reconocimiento del otro, una vida eterna, la fama, el dinero, etc.). Respecto a mi propia felicidad, no tengo duda en que la he encontrado, si así puedo llamarla (aunque prefiero referirme a momentos puntuales de alegría), cuando mis emociones se encuentran en paz, cuando el equilibrio u homeostasis no se da sólo en términos biológicos, sino también y sobre todo emocionales o sentimentales. Vivir en paz con uno mismo es una de las sensaciones que más bienestar procuran, consiguiendo, con ello y por añadidura, la indiferencia hacia el juicio ajeno. Mucho habló Leopardi (y tantos otros autores) de la importancia del amor propio, y no les faltaba razón. El amor propio, el amor (o cuidado) por uno mismo, se halla en el comienzo de una feliz convivencia con los otros. Dices que debemos aceptar la realidad tal y como es, abrazar tanto lo bueno como lo malo. ¿Qué tiene la realidad de malo? ¿Cuál es la parte infeliz de la vida? La vida no es un mal en sí mismo, pero sí contiene diversos males que le son consustanciales: la enfermedad, la violencia, el dolor y sufrimiento (físico y anímico), el enfrentamiento mutuo entre individuos, pueblos o naciones, la envidia y las pasiones en general, etc. También, por supuesto, la muerte, aunque no puede ser catalogada como un mal, sino como nuestro fin fenoménico, razón por la que guardamos ante ella tanto pavor. En nuestros días hemos olvidado el pathos griego, es decir, que, antes que nada, antes de ponernos a pensar, existe una manera o un promontorio desde el que pensamos. Somos animales racionales, desde luego, pero, al igual que otros organismos vivos, también padecemos: es decir, somos un receptáculo de sensaciones desde las cuales erigimos nuestro propio pensar. Eso es lo que, fatalmente, hemos olvidado. El avance de las ciencias y el imperio de la tecnología nos han otorgado una falsa sensación de dominio total, frente a los otros y frente a nuestro entorno, que nos han empujado a mirar de soslayo, incluso con desprecio, todo aquello que tiene que ver con nuestra condición sintiente. Y, como ya dijera María Zambrano, sentimos antes que pensamos. Por eso debemos aceptar lo que nos ocurre como algo que tiene lugar en el seno de la vida biológica, convirtiendo esa biologicidad en existencia, es decir, en una vida biológica sentida, acogida y aceptada. Nada tiene esto que ver con una resignación de corte cristiano-judaico, sino con una voluntaria aceptación de lo que somos para, a partir de ese horizonte, poder forjarnos como posibilidad, como proyecto abierto. Sin aceptación del pasado y de nuestro presente, sea cual sea nuestra circunstancia, es imposible erigir la idea de futuro. Y, si bien es verdad, como decía Hannah Arendt, que sólo el presente existe para la acción, también es cierto que el pasado nos constituye y el futuro nos influye para, precisamente, desarrollar nuestro presente. Es esta aceptación, a la que Kierkegaard se refirió como la angustia de la libertad, la que tenemos que (re)aprender en tiempos de imposición de una falsa y siempre ilusoria sensación de felicidad. Dices que «detrás del mal se esconde algo bueno». ¿Qué has aprendido en tus sufrimientos? ¿Cómo tu sufrimiento te ha acercado a otros? Todos afrontamos baches, es inevitable. E, incluso, en ocasiones podemos llegar a pisar los más oscuros fondos de la tristeza y el desánimo. Yo también lo he hecho, y desde luego que ha sido duro, pero, pasado el tiempo, y visto en retrospectiva, resulta necesario y enriquecedor. Por eso hay que tener la firme consciencia de la construcción personal para poder salir de esos baches. Cuando se pierde nuestra dimensión de proyecto, de estar lanzados hacia el futuro, también se pierde el contacto con eso que somos y, sobre todo, podemos llegar a ser. A este respecto, siempre recuerdo aquella cita de Kafka que Hannah Arendt empleó para hablar de Walter Benjamin en su texto Hombres en tiempo de oscuridad: “Cualquiera que no pueda arreglárselas con la vida mientras está vivo necesita una mano para disipar un poco la desesperación sobre su destino, pero con la otra mano puede apuntar aquello que ve entre las ruinas”. Esa mano que señala hacia delante, y que no se sume en esa desesperación, es el símbolo de la proyección, de nuestro ahínco por seguir adelante: la llamada de la vida. El sufrimiento, también y como apuntáis, nos acerca a los otros. Ya lo apuntó Schopenhauer: la compasión es el único móvil auténticamente moral, desinteresado, pero necesitamos del propio sufrimiento para poder acercarnos al de los demás, para poder comprenderlo y mitigarlo. No se trata de un mecanismo interesado, sino de un verdadero impulso por querer aliviar lo que se interpone entre nuestro prójimo y su felicidad. Resulta llamativo, casi mágico (en palabras de Hermann Hesse), esta unión anímica entre almas que sufren. Pero sucede, ese es el hecho. ¿Cómo estás viviendo la cuarentena? ¿Cómo te ha cambiado la mirada? Trabajando mucho (mientras haya trabajo y éste puede sostenerse), escribiendo, leyendo, estudiando, mucha música, deporte en casa y una gran dosis de introspección. La mirada cambia poco; cambia más la actitud frente a la realidad. Vienen cambios y habrá que adaptarse a ellos, no sólo como individuos, sino como sociedad, y dependerá de todos: prácticas de consumo, teletrabajo, la peligrosa dictadura de lo gratis, etc. Serán tiempos duros para el conjunto de la población a nivel mundial. Desde la crisis de 2008 muchas cosas cambiaron. Entre otras, la volubilidad de los contratos de trabajo y la necesidad constante de adaptarnos artificialmente, de valer para todo, como si no pudiera existir ninguna certeza sobre nosotros mismos. Esto nos lleva a preguntarnos quiénes somos y, lo que es peor, si servimos realmente para algo. Estamos expuestos a un vaivén continuo y llevamos años viendo cómo el tejido social se viene abajo por la inseguridad en los puestos de trabajo. Creo que está en manos de gobiernos y empresas, y en la responsabilidad de los trabajadores, crear un nuevo escenario laboral que dé sosiego y seguridad. Sin seguridad económica, y sin la satisfacción del trabajo bien hecho, es difícil renovar y desarrollar el tejido social. Por otro lado, se redefinirá la concepción de nuestras relaciones sociales. Hemos ido destruyendo el tejido social y lo hemos convertido en un continuo, es decir, no estamos nunca desconectados, siempre permanecemos en contacto unos con otros. Esto es contraproducente. Hay una expresión muy bella que puede resultar útil. Y es la de “echar de menos”, que tiene origen gallego-portugués. Literalmente, hallar algo que ya no está, es decir, sentir la presencia de la ausencia. El lenguaje es muy bello, y debemos sacar de él algunas enseñanzas. Entre ellas, que es hermoso y muy necesario sentir la ausencia del otro, hallar el ser de lo ausente y desear recuperarlo. Es muy importante recalcar la necesidad de crear espacio entre unos y otros. Desde luego que la globalización tiene efectos muy positivos, en lo económico, lo tecnológico y lo informativo, pero literalmente hemos saturado el espacio de lo social. No existen grietas entre unos y otros, no hay nada que nos invite a recuperar el contacto con el otro, porque el otro, directamente, nunca desaparece de nuestra escena. Tenemos que volver a poner en valor esa capacidad para echarnos de menos. Y no sólo a nosotros, entre personas, sino todo en general. Lo tenemos todo aquí y ahora. Ya. Sin dilación. Tenemos acceso a cualquier experiencia de manera virtual, lo que hace que se pierda lo genuino de esas propias experiencias. Hay que recuperar esa capacidad de espera, de permanecer a la expectativa. No hay nada más bello que el tiempo de la víspera, de lo que está por llegar. Sabemos que defiendes el pesimismo como antídoto a tanto optimismo. ¿Qué defendería un mal pesimismo y un buen optimismo? Un mal pesimista es el que se encierra en su circunstancia y no comprende que la acción es la única posibilidad humana para redimirse. O, sin emplear terminología religiosa o metafísica, el mal pesimista aboga por una tristeza endémica que le paraliza y le impide actuar. Se equivoca quien piensa que el pesimista no quiere cambiar la realidad: quiere hacerlo, pero sin construir castillos en el aire. El pesimista desea modificar la realidad mucho más (a fondo) que el optimista, que tiende a dejarlo todo en su sitio bajo la esperanza de que todo irá mejor; un sabio y bien entendido pesimismo aboga por una actuación comprometida en todas las facetas de la vida y, además, constituye y desarrolla un bello humanismo, al sabernos todos víctimas de una misma realidad. Así titulé mi última traducción a una selección de textos de Schopenhauer: pesimismo que redime. Por otro lado, me cuesta pensar en un “buen optimista”, en términos de acción. El buen optimista se convertiría en un sano pesimista al compartir que sólo mediante la palabra y la acción, como sostenía Hannah Arendt, es como nos ponemos y situamos con y frente a los demás y como podemos cambiar el mundo. Prefiero no hablar de optimismo salvo cuando se refiere a que el mundo, a través de un lúcido pesimismo, puede comenzar a cambiar las cosas. Y, sobre todo, a querer cambiarlas…
0 Comentarios
Deja una respuesta. |
Categorías
Todo
|