Escrito por: Teresa García de Santos Apenas puedo concentrarme en los apuntes de Derecho Administrativo. Al otro lado de la pared, mi madre inicia a sus pequeños alumnos en la letra “i”. Iguana, iglú. Atraída por su elevadísimo tono de voz, caigo en la tentación de posponer el estudio para concentrarme en su explicación. No alcanzo a comprender la predilección por las complejas técnicas para atraer la atención del público. Constantemente olvidamos que somos sencillos. Que no existe, para un hijo, imán más potente que la voz de una madre. Incluso en la adolescencia -etapa en la que el oído se tapia- el consejo, la reprimenda o la enhorabuena llaman a la hermética puerta. Algunos padres -desanimados- se terminan abandonando al silencio. Los pobrecillos desconocen que, aunque el armazón no cede con su palabra, sí se desempolva. Y eso es suficiente.
Pero el despiadado virus no sólo está poniendo a prueba su garganta, sino también su cansancio. Mamá nunca había regresado del colegio tan agotada. El avance de los años, el número ingente de preescolares y, esencialmente, la desmesura de su amor por ellos, la relegan al sofá según entra en casa. El chocolate negro con almendras, la siesta de los fines de semana y las comedias románticas insulsas, parecen reanimarla por momentos. Sin embargo, en cuanto llegan a su fin, dejan su vitalidad aún más mermada. ¿Qué podrá ayudarla? ¿Qué podrá descansarla? La preocupación puebla los corazones de mi casa. La respuesta nos descuadra. Un cáncer en el ovario han detectado a mi tía y mi madre, siempre atenta y diligente, se dirige prontamente. Tras cinco días en su ausencia, regresamos a buscarla dispuestos a aliviarla. Pero al encontrarla, a penas la reconocemos. Entrelaza risas con bromas e ironías. Baila jotas castellanas y rememora canciones populares. No alcanzo a comprender semejante fiesta. ¿No eras el vigía de sus noches, el despertador de sus mañanas? ¿No eras el suministro de sus medicamentos, la tomadura de sus tensiones? ¿No eras el albornoz de sus baños, la esponja de sus quejas? ¿No eras la cura de su cicatriz, el bastón a cada instante? ¿No eras la acción de su mirada, el paño de sus lágrimas? ¿Quién te ha hecho a ti, mamá? ¿Por qué descansas en el servicio y te fatigas en el sueño? ¿Por qué te alegras con el enfermo y te entristeces con el perfecto? ¿Por qué el sofá no te hace efecto y sí dos horas de sueño? Añoraba a mi madre. La extraño siempre. Esta es la herencia del hijo, el cordón umbilical cortado. El dolor de mi tía me la ha devuelto. ¡Ahora lo veo claro! Sólo el servicio trae alegría. Sólo él engendra el descanso.
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Escrito por: Lucía Sánchez Fotografía por: Robert Blomfield Hoy me ha pasado algo precioso. Suele ocurrirme tras hablar con ella pero no por eso deja de sorprenderme. Entre silencios interminables y palabras a cuentagotas intento contarle, como buenamente puedo, lo que en los últimos días había sentido. Y es que, últimamente, aquello que soy, aquello que aparentemente me diferencia de los demás, se me hace como una piedra en el camino. Mi amiga me obliga a concretar -me cuesta encontrar las palabras, la pobre no debe estar enterándose de nada-.
Hace unas semanas me creé una cuenta en Instagram, pensando que, dada mi tendencia a cobijarme, podría ser una ventana que me abriera un poco más a otros. Un acontecimiento insignificante que en mí generó algunas preguntas con un poco más de hondura. Primero: ¿Qué voy a compartir? Entonces se me hizo evidente algo: cuando me muestro, o soy enteramente yo, o prefiero no ser. Es algo que yo no decido, me cuesta mucho mostrarme de mentiras, a medias. Quizá por eso paso desapercibida. Quizá por eso, cuando sí me muestro, me da tantísimo respeto. ¿Cómo mostrarme -de verdad- por esta red sin vulnerar ese respeto que siento, sin traspasar esa barrera que es importante para mí? Segunda cuestión: Yo, que estoy en plena búsqueda de qué quiero hacer con mi vida, y con lo poco que dice de mí -aparentemente- mi carrera, ¿cómo me presento? Tercera y última -la más importante-: ¿No podría ser más normal y no darle tantas vueltas a semejante tontería? Ya estaba comparándome, intentando encajar. De niña recuerdo no expresar aquello que me diferenciaba, pues ni tan siquiera esto tenía una identidad propia para mí. Sacar buenas notas o hacer muchas cosas, capas para ser alguien a falta de escuchar y ser quien era. Uno no puede no saber quién es, pero a veces hay demasiado ruido. Yo me pierdo muy pero que muy fácilmente en el ruido, por eso necesito la soledad, el silencio, la compañía de aquellos con quien puedo ser. Y es que, ¿cómo llegar a ser? Es decir, ¿cómo aceptar quien uno es? En mi experiencia, hay una clave, la amistad. Solo en la amistad, en sus múltiples formas, he descubierto que mi identidad no es defectuosa. No fue hasta hablar con mi amiga que comprendí que quizá esas cosas de mí que tanto me costaban eran “como el precio que había que pagar” para otras más bonitas que están ahí. Aunque a mí me cueste tenerlas presentes. Un día más he sido testigo de cómo mis amigas me transforman revelándome y recordándome quién soy para mí misma. Escrito y fotografía por: María Palos Pereira A veces se me olvida que el mundo gira. Y entonces, un día como hoy, miro al cielo y observo las nubes moverse más rápido que nosotros. Avanzan con celeridad, atravesando la atmósfera.
De pronto, atisbo la diferencia de ritmos y velocidades a las que se mueven mi mundo y ese de arriba. Desde este ángulo puedo contemplar la riqueza de la calle en plena hora punta. Personas solas, en parejas o grupos. Los coches avanzan, los semáforos cambian de color, los árboles se agitan con el viento. Todo corre, cada objeto y persona en su dirección. Y, sin embargo, se aprecia una cierta armonía. Hay orden, hasta entre aquellos que van en direcciones opuestas. Parece que está todo controlado. Ahora elevo la mirada. Y ahí están las nubes. Moviéndose también, pero a su ritmo. En su propia dirección, ajenas a todo lo que pasa aquí abajo. Parece que existen en otro tiempo. Como si todas nuestras prisas, nuestro orden, nuestros planes, fuesen indiferentes a ese escenario. Y, sin más, mi pequeña realidad se contextualiza. Escrito por: Luisa Ripoll Alberola Fotografía por: Stephen Shore La conversación es sanadora, y no hay restricción por la salud pública que pueda limitar la conversación, pues es intangible, aséptica. A pesar de su intangibilidad, es un medio tan comprometedor… Porque digo cosas que me muestran, que me hacen desvelar de uno u otro modo quién soy, cómo pienso. Y el prójimo, en la escucha, participa de aquello que soy, se nutre de lo mío, lo acrecienta. El proceso es mutuo, porque la conversación es mutua escucha, mutua participación.
La buena conversación es también mutuo interés, mutua voluntad de establecer un enlace, de indagar, de mostrarse. De ahí que las conversaciones se califiquen como interesantes o insustanciales, según se haya captado aquello que soy en aquello que pretendo mostrar. Y se considera una virtud que la conversación “atrape”: aunque la conversación otorga protagonismo a acontecimientos que suceden en el mundo (o en mi mundo interior), la conversación se transforma en un mundo en sí, y puede llegar a parecer que se autoabastece, que no necesita nada más para existir que dos personas y lo que dicen, y que no existe mundo fuera de la conversación. Es curioso cómo la belleza puede jugar un papel fundamental en el establecimiento de dicho enlace. La belleza en el trato interpersonal deviene en tacto, dulzura, sensibilidad, comprensión. En decir cosas bonitas, muchas veces. En decirle a la otra persona cosas que necesita que le digan, o cosas que le gusta escuchar. O en decirle a la otra persona cómo te hace sentir. He tenido últimamente MUCHAS conversaciones así. Y el impulso de escribir esto vino del análisis de las cosas que me gusta que me digan y me dijeron. Una de ellas: la recomendación. Y no tanto el “mira esto”, sino el “creo que esta peli te va a encantar”, que yo decodifico como “me importa lo que piensas y sientes respecto al cine, y trato de comprenderlo, entonces quiero participar activamente en tu descubrimiento, quiero recomendarte cosas que te vayan a flipar y que te saquen de ti”. Otra muy clásica es valorar la forma de pensar del otro. Dar espacios ilimitados para la reflexión, para que el interlocutor pueda usarlos como quiera y necesite, y se sienta amparado por la escucha atenta. Incluso alentar a la reflexión (“desarrolla tu punto”) o expresar explícitamente admiración (“me gusta cómo piensas”). De esto he estado hablando con mi amiga Elenita últimamente. ¿Qué papel tiene la alteridad en la construcción del yo? ¿Es el único medio, construirme en otros? Según Martin Buber en Yo y tú, así es: solo podemos descubrirnos a través del descubrimiento del otro y de lo otro. Somos relación. Somos en relación a algo. ¿Estoy plenamente de acuerdo con ello? ¿Cuánto más se reconoce uno en el otro, más puede uno mismo descubrirse? ¿Necesito ser capaz de comprender al otro para comprenderme a mí misma? ¿O es una comprensión bidireccional, que crece recíprocamente? ¿Qué papel juega la conversación en todo ello? ¿Es la conversación el único medio de comprensión? ¿Al menos el más certero? ¿El más fácil? ¿Acaso es la comprensión algo fácil? Escrito por: Carmen García Fenollar Fotografía por: Eva Besnyö Mi madre no nos suele pedir que hagamos la colada. Y si lo hace es habitualmente bajo el pretexto de “hay muy poco para tender”. No sé si es que sabe que no nos gusta, o que simplemente pide poco. Es verdad, pide muy poco.
Hoy, que no está en casa, me ha preguntado que si podía tender yo. No he podido rebotárselo a ninguno de mis hermanos y sin remedio ni excusa posibles me he puesto a hacerlo. He estado unos veinte minutos tendiendo porque la colada era grande. Odio tender. Al principio solo podía pensar que menuda pérdida de tiempo, cuando yo fácilmente pierdo ese y mucho más en ni se sabe qué. Después me he puesto a pensar en qué tipo de sentido podía encontrarle a esta actividad que me parece tan tan sumamente aburrida. Y me he puesto a pensar en mi madre. En cuantas coladas habrá hecho ella desde el día en que yo nací. Sin preguntarse el sentido, sin preguntarse el por qué, sin ser su deber, ni mucho menos su obligación. Y además con una sonrisa, sin reprochar nada, sin ni siquiera exigir un agradecimiento. Todo y solo por amor. Y de repente me ha dado vergüenza. Vivo haciéndome creer que sin un porqué o un para qué no hay motivación posible; pensando que tengo que encontrarle sentido a todo lo que hago. Excusando en ello mi debilidad y mi poca fuerza de voluntad ¿Hasta qué punto las cosas sirven o no sirven para algo? Mi madre, en lo más ordinario, me ha dado una lección enorme. El único sentido posible es el amor. En su caso, el amor hacia nosotros, mueve su vida por completo. Ni en cien vidas podríamos agradecerle todo lo que hace. Y ella no se pregunta que para qué lo hace. Solo lo ama. Porque nos ama. Digamos más veces gracias mamá. Escrito por: Marta García Fotografía por: Bert Hardy El otro día comí con tres compañeros de clase con los que apenas hablaba el curso pasado. Fue un poco por casualidad. ¡Y menudo descubrimiento! Si es que esto de que no puedes perderte a nadie va a ser verdad. Porque yo pensaba que era la única a la que le encantaba ver la saga de Crepúsculo en días de lluvia en otoño, o leer La Huésped y sus 600 páginas varias veces, o que pensaba de una forma sobre ciertas cosas... Resulta que Nat también adora La Huésped, que Lore piensa como yo sobre muchas cosas y que Sof ve Crepúsculo al menos una vez cada otoño (aunque sea team Edward, eso se lo podemos perdonar).
Menudo descubrimiento. Y es que parece que estás solo en tu clase con tus ideas, pero solo tienes que abrirte un poco para descubrir que la chica que lleva un año sentada delante con la que has hablado dos veces tiene mucho que ver contigo. Qué maravilla que haya tantas personas alrededor que poder conocer y qué maravilla el ver que es verdad, que no nos podemos perder a nadie. Escrito por: Sylvia de Carlos Fotografía por: André Kertész El otro día acudía a una charla en donde el ponente exponía que constantemente el mundo nos estaba exigiendo destacar: ve a la mejor universidad, saca las mejores notas, ten muchos amigos, ten éxito profesional...
Y frente a estas abrumadoras tareas que la sociedad nos exige disruptivamente, él nos decía: ¡esconderos! En ese plano de realidad que os ha tocado vivir. No busquéis destacar. ¿De qué os sirve todo eso? Parece que por estar en medio del mundo debemos hacer cosas grandes, que hay que dejar huella. Y ahí dejo que nuestra mente volara para que la fuéramos moldeando libremente. Mis pensamientos siempre han ido en su línea. Sin duda a cada uno se nos encomienda una misión y no creo que a todos se nos pida cambiar el mundo. Más bien creo que el enfoque es otro. Pienso mucho en el día a día, y reconozco que pensar en el futuro me da pánico, porque el futuro siempre es incierto. Y lo único que tenemos bajo control es el instante presente. ¿Qué me toca hacer ahora? Pienso que en la monotonía del día a día, en las jornadas sin grandes hitos, es donde uno proyecta las cosas más duraderas. Así lo expresa Jesús Montiel: "en cada segundo de nuestra vida, bajo el polvo de la costumbre, está escondido el Paraíso". Yo no quiero dejar huella en el mundo, yo quiero dejar huella en cada corazón con el que me encuentro, quiero que desde este rincón pequeño de mi habitación pueda ir forjando una personalidad fuerte y humilde. Para así servir a muchas almas, con mi trabajo, con mi amistad, con mi amor. De corazón a corazón. Escrito por: Teresa García de Santos Fotografía vía: @mikinaranja No he conocido a Miguel Ángel Herranz (@mikinaranja). Tampoco sé lo que es perder a un padre, un marido, un hijo o un amigo. No conozco la muerte. Pero sí el desamor, que — creo — se le parece. En cuestión de segundos se pasa de la presencia a la ausencia, del todo a la nada, del hogar a lo ajeno. No entienden de transiciones y su rasgo característico es la brusquedad. El problema está en que el corazón — que es quién las vive — posee una naturaleza inversa. Camina y digiere con una lentitud y una suavidad que son dignas de un profundo análisis. No sabe amar y desamar, recordar y olvidar, albergar y desterrar. Esas “y”, el pobrecillo las proclama de forma tan sostenida que incluso, a veces, la palabra siguiente nunca llega a deletrearse.
Yo siempre he sido de alargar mucho esas “y”. Quizás pueda deberse a que mi estación es el otoño: transición entre el verano y el invierno, el calor y el frío, lo externo y lo interno. Y sobre todo, entre las frondosas copas y las desabrigadas ramas. Pero hoy, día siguiente a la muerte del poeta, mientras paseaba por la Castellana, he descubierto que entre el verde y la ausencia, las hojas se pintan de rojo, naranja y amarillo. Y están más hermosas que nunca. Es curioso. Los árboles justo antes de desnudarse, se embellecen. Podrían resignarse, ir muriendo discretamente, pero no. Miki se ha parecido a ellos. Moribundo se ha lucido y a mi — sin conocerme — me ha deslumbrado. Su otoño ha sido bellísimo. No quiero pensar en su primavera. Escrito por: María Bernardita Olazábal Fotografía por: Mary Frampton Cuando el vacío silente tambalea al alma
Y ve solo negrura, oscuridad, nada… Cuando sola se siente, mas sola no se halla, Como sombra sufriente calla acongojada… No existen palabras, no existen miradas, Se sabe perdida en plena encrucijada. Gime y llora sin atinar a nada Y espera doliente señales, llamadas. «¡Confianza!» balbucea desorientada. Y las lágrimas caen en esa, la noche más amarga, En lo profundo del pecho, sin ser enjugadas. ¿La causa? ¡Quién sabe! Ojalá se aclarara… Solo basta esperar, humilde, paciente y confiada, Sabiendo que se trata de una soledad acompañada. Escrito por: Natalia Pacheco Infante Fotografía por: Ruth Orkin El otro día tuve mi primer examen de la uni. Eran varias preguntas con solo dos posibles respuestas. Si aciertas sumas un punto, si fallas restas el punto de la pregunta correcta. Iba leyendo una por una las preguntas: "la primera no estoy segura, la segunda podría ser las dos opciones, la tercera mejor la dejo para el final". Cuando doy la primera vuelta al examen me doy cuenta de que solo tengo dos puntos asegurados. ¡No puede ser! Tengo que contestar alguna más, pero ¿y si me equivoco y me resta?
Pero ¿acaso no es igual que la vida? ¿Cuántas veces habré dejado preguntas sin responder -actos de amor a medias, decisiones sin tomar, reflexiones sin acabar- por miedo a equivocarme? Pero Nat, quien no arriesga no gana. Es muy fácil ir a lo seguro, pero te quedas ahí: en el dos. Para llegar al diez hace falta arriesgarse, ser valiente, no tener miedo al fracaso. Para llegar al diez hace falta jugarse la vida. |
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