Queríamos conocer a María desde hacía tiempo. Su alegría de vivir, la mirada amiga sobre una misma y sobre los otros y la profundidad en sus reflexiones y escritos, nos dejaba siempre con las ganas de aproximarnos a su vida y compartir -con ella- preguntas, dudas y vivencias. ¡Y pudimos hacerlo! ¡Y nos ha fascinado! La comprensión de su identidad como un todo, la franqueza al hablar sobre el mal, la herida y los miedos, la experiencia de que la gratuidad es la clave de la amistad, la combinación entre profundidad y espontaneidad, y la caracterización de su mirada por la amplitud y la ternura. ¡Y mucho más! Gracias, querida María, por acoger nuestras palabras y entregarnos las tuyas. Con reposo, con sinceridad y con alegría. ¿Qué es esencial en la amistad? ¿Qué tiene que tener el otro para ser amigo? ¿Y qué es superficial o no imprescindible? ¿Conviene ser iguales en algo? En la amistad es esencial el otro. Esto, que podría parecer una obviedad, es necesario entenderlo: la amistad no es para nosotros, es para el otro. Yo definiría la amistad como el amor desinteresado por el destino del otro, por su cumplimiento. Por eso no me convencen, me parecen superficiales y prescindibles las nociones de simetría. “Un amigo es el que te aporta algo”, “En una relación de amistad hay que dar y recibir”: esto puede ser deseable, pero una amistad es gratuita. Uno se entrega al otro por amor, sin “esperar” nada a cambio (entrecomillo esperar porque realmente siempre esperamos, pero no como pretensión, sino como deseo del corazón). ¿Conviene ser iguales en algo? Imagino que en determinadas amistades será una ayuda, y en otras un impedimento, sino se mira al otro bien. Yo tengo amigos del alma con los que comparto estilo de vida, intereses, formas de entender el mundo… y tengo otros que se sitúan en las antípodas de lo que yo soy. Pero en el fondo, se hacen las mismas preguntas que yo. Me quieren y les quiero por quién son, no por lo que son o lo que hacen o lo que expresan. En tu experiencia, ¿qué te ha costado a veces querer de tus amigos? ¿cómo quererlos con todo? Me ha costado querer la falta de honestidad, el límite y, claro, el mal. No me cuesta perdonar, no me cuesta una equivocación o un error; me cuesta el mal por el mal. Aunque tengo que decir que no creo que nadie a quien yo llamo amigo haya tenido maldad en el corazón cuando me ha hecho daño. Querer al otro con todo es, creo, una de las tareas más difíciles de la vida. Sobre todo porque nos saltamos un paso: querernos a nosotros mismos con todo. Lo que censuramos en nosotros, lo que nos cuesta mirar en nosotros mismos, es lo que reprobamos en el otro. Pero entender que cada persona es un regalo, tal y como es, es la tarea de toda una vida. Nos ocurre incluso con nuestra familia, que es el don más evidente, que no elegimos: cuántas veces pensamos “si mi hermano fuera así, si cambiara esto, si me tratara de determinada manera…”. Pero cambiar la mirada y mirar al otro por lo que es nos libera y nos hace amar completa y profundamente. Con cada etapa de nuestra vida a veces cambiamos de círculo de amigos y algunas amistades perecen por descuido, un comportamiento que nos hace daño o falta de afinidad y vida compartida. ¿Cómo vives tú estos finales? En este ejercicio de honestidad reconozco que lo vivo fatal. Sólo he “perdido” dos amigos en la vida: uno en la universidad y otro más recientemente. Son heridas abiertas que, no voy a negarlo, aún me duelen. Algo que no me sucede, por ejemplo, con mis ex parejas: me reconcilio con la idea del amor mutado a algo más puro, más elevado y en la distancia, e incluso acaban siendo amigos. Pero las amistades que se “pierden” porque se deshacen en el tiempo y el espacio no me quitan la paz, porque si realmente eran amigos, siempre estarán, y si no lo eran, seguirán su camino y guardaré conmigo lo que me regaló el tiempo que compartimos. Tengo dos amigos, un matrimonio que vive en Castellón, que me enseñan mucho sobre esto. Un día les pregunté cómo conseguían mantener y conservar un grupo de amigos tan amplio y tan cercano, y me dijeron: “Nosotros nos tomamos en serio cada relación que se nos pone delante”. Al final es un ejercicio de cuidado, de atención y de seriedad con la vida: se te regala una preferencia por alguien, y tú solo tienes que seguirla. Confieso que yo llego incluso a hacerme listas en las que apunto a quién llamar, a quién escribir para saber cómo está, con quién quedar… y parece frío, pero no es una tarea o un deber, sino una alegría por cuidar a los que quiero. Desde un primer momento, sin conocernos, te has mostrado a nosotras con toda tu verdad, haciéndote vulnerable. ¿En qué descansa tu valentía para mostrarte? ¿ante quién mostrarse y cómo? He vivido mucho tiempo tratando de imaginar qué esperaba de mí el otro, incluso amoldándome a las expectativas de mi entorno: un novio, un jefe, un amigo. Y ha salido siempre fatal. Creo que sólo cuando uno se siente querido y aceptado con todo lo que es, sólo cuando ha recibido esa mirada sobre sí, puede ir a cualquier parte con la cabeza alta y el corazón al descubierto. ¿Tengo miedo a que me hagan daño? Claro, mucho. Pero mi experiencia es que siempre merece la pena el riesgo. Respecto ante quién mostrarse… Es algo que todavía estoy descubriendo. A veces siento pudor por desnudarme tanto pero no se me da muy bien calcular o hacer estrategias, así que he decidido ser yo misma en cada ocasión. Lo que sí cuido es el custodiar ciertas cosas y ciertos aspectos de mi intimidad. Pero en realidad… lo que veis es lo que hay. ¿Con qué mirada tratas de ver al otro? ¿y a ti misma? Trato de no juzgarlo y acogerlo con todo lo que es. Me gusta mucho escuchar y observar (también por defecto profesional) así que espero que se vayan abriendo, que se muestren y enseñen lo que quieran enseñar. Fallo muchas veces y me dejo llevar por juicios precipitados o por estereotipos, pero me reviso continuamente. Y siempre pido ayuda: la compañía es indispensable. También a la hora de mirarme a mí misma. No es que ponga mi valor en la mirada de otros, pero sí, como decía anteriormente, sentirme mirada “bien” me ayuda a mirarme a mí misma con ternura, a aceptarme y quererme. ¿Qué hacer con nuestras inseguridades corporales, nuestras “imperfecciones”? ¿Esconderlas, disimularlas, mostrarlas? Creo que cada uno tiene que encontrar su lugar y, sobre todo, su momento. Yo no me he sentido preparada para mostrar mis imperfecciones hasta hace muy poco, y aún me sigue atormentando. Es un camino, que también nos está ayudando a hacer el momento clave que estamos viviendo ahora. Pero como millennial, he crecido en una sociedad obsesionada por la apariencia, por el materialismo y el consumismo, por cuerpos perfectos e inalcanzables y por un juicio sobre mí (y también mío sobre el resto) que en muchas ocasiones se reducía a la apariencia. Eso está cambiando y nos estamos ayudando entre todos a reflexionar sobre ello: por eso yo he decidido hablar sobre ello. ¿Qué te hizo pasar de luchar contra tu cuerpo a “reivindicarlo”, como dices? (1) ¿Cuál es el mayor reto que has encontrado en ti misma o en el exterior, y cómo lo vives ahora? Todos hemos experimentado liberación al hablar de ciertos temas que nos teníamos vedados o que no hablábamos más que con nosotros mismos. Y de repente, te abres, compartes cómo te sientes o lo que te hace daño, y respiras, sobre todo cuando ves que el otro vive lo mismo que tú. ¡No estoy sola, no estamos solos! Eso es, principalmente, lo que me ha llevado a compartir mi experiencia. Porque a mí hay otros que me han ayudado tanto, que me preceden en el camino (en cualquier ámbito, en realidad)… que no puedo dejar de hacerlo yo también con otros. Pero no como una exigencia, sino que nace del agradecimiento. El mayor reto que he encontrado al hablar de cuerpo es ser capaz de quererme yo incluso cuando he sentido el desprecio de otros. Y no sólo sentido, como una percepción subjetiva, sino que lo he recibido directamente en forma de comentarios, desprecios e incluso obstáculos. Como ejemplo, el otro día me hicieron unas fotos y en la sesión había otras dos mujeres altas, rubias, delgadas: muy normativas. Además, guapas, con seguridad ante la cámara y también la seguridad que te da que toda la ropa del estilismo te quede bien o, al menos, te quepa. Hace unos años, verme en una situación así habría supuesto un auténtico infierno; la habría evitado por todos los medios. Pero ahora entiendo que mi valor no está en caber en una 34 o en que no se me vea un michelín: así que sonreí, pedí música y me puse a bailar delante de la cámara. ¡Me sigue dando miedo el resultado, no vivo fuera del mundo! Pero a la vez estoy orgullosa de mí misma, porque eso soy yo: mi sonrisa, mis ganas de vivir y también mi michelín. Todo. En tu experiencia, ¿dónde encuentras la belleza de las personas? ¿La belleza duele? ¿La belleza es perfecta o es real? La encuentro en todo. En lo que son y en lo que hacen, en cómo miran y cómo piensan. La belleza interior exuda y vuelve atractivas a las personas que menos me esperaría. Hace dos años reflexionamos sobre la belleza en un congreso que ayudo a organizar cada año, EncuentroMadrid. Ese año el lema era “Heridos por la belleza”: “La belleza hiere, despierta la nostalgia por lo indecible y, de esta manera, recuerda al hombre su destino último”. Partíamos de esta frase que el entonces cardenal Joseph Ratzinger había pronunciado en el Meeting de Rímini de 2002. También lo decía Albert Camus: “Ningún pueblo puede vivir fuera de la belleza”. Ese alejamiento es, según mucho, lo que nos lleva a la deriva en la posmodernidad. Más que doler, la belleza nos hiere en lo más profundo. Es como la grieta de la que habla Leonard Cohen: sólo a través de ella puede entrar la luz. Sólo a través de la belleza llegamos a la verdad. Ese es el fin del arte. ¿Qué significa para ti ser alegre? ¿Qué importancia tiene? Es interesante esta pregunta porque siempre me han dicho que soy una persona muy alegre. Creo que es parte de mi personalidad, pero también creo que mi rostro transmite alegría. La alegría es una emoción y, como tal, es pasajera: creo que debe asentarse en otras cosas, en la paz, en la serenidad y en la armonía. Una palabra que me encanta es “leticia”, entendida como placer del alma. Creo que la tristeza también es una emoción muy humana y que se entiende de manera demasiado negativa: la tristeza, la nostalgia, el dramatismo de la vida nos pueden ayudar a entender quiénes somos y para qué vivimos, a hacernos preguntas que nos ayuden a aprehender la realidad y a vivir en el presente, sin dejar nada fuera. Para acabar, ¿una invitación a vivir el verano de alguna manera? (2) El verano ha quedado un poco atrás, pero la verdad es que lo que es útil para vivir el verano, que es la gratuidad, es útil para vivir la vida entera. Empieza el nuevo curso de este año tan raro y con él aparece la desidia, la búsqueda de razones para entender por qué hacemos las cosas, por qué madrugamos, por qué vamos a la oficina, por qué vivimos en un bucle infinito de cosas que nos dan pereza. ¿Pero es así, vivimos en un bucle infinito, o se introduce una novedad en algún caso? En mi experiencia, un imprevisto es la única esperanza: algo que irrumpa en la vida y nos atraviese. Escribía hace poco que mis veranos están cargados de gente buena que engrandece mi humanidad, de alegría en familia y fraternidad con amigos, de descanso y lectura, de oración y cultura, de voluntariado y gratuidad; mis veranos me hacen recordar lo que más querría recordar y disparan mi voluntad de vivir. No son una pausa, no son un paréntesis: son la vida misma. Por eso quiero vivir siempre así, con esa conciencia de que todo, el tiempo mismo, es una ocasión privilegiada de relación con todas las cosas.
0 Comentarios
Escrito por: María Isabel Giraldo Fotografía por: Imogen Cunningham La frase “La belleza salvará el mundo” de Dostoyevski ha estado rondándome en esta cuarentena. De cierta forma, descubrí que antes no la entendía. La pandemia y el aislamiento han hecho que cobre un nuevo sentido.
La belleza está en todas partes. Cada uno la encuentra en lugares distintos, según las inclinaciones de su corazón. Ahora, que estamos en casa, tal vez las fuentes de belleza se ven limitadas. O, tal vez, con más tiempo en nuestras manos, con la mente menos distraída, con los sentidos más despiertos… tal vez es el momento ideal para encontrar, crear, contemplar la belleza. Y dejar que nos transforme. Yo suelo encontrar la belleza en la naturaleza, en la música y en la literatura. Muchas personas, especialmente las mujeres, la buscan en lo estético: la ropa, la decoración, el maquillaje. A mí me cuesta darle la suficiente atención a mi aspecto, entonces difícilmente me satisface. Soy así, un poco desarreglada. No tengo ese sentido estético que envidio tanto en mis amigas, de saber combinar la ropa, arreglarse el pelo, decorar su cuarto. Entiendo y admiro esa forma de crear belleza. Yo, simplemente, no nací con ella. Sin embargo, paradójicamente, ahora en mi casa la entendí. Entendí la importancia de sentirme digna, de sentirme amada. Nuestro cuerpo y entorno son la manifestación física de muchas realidades invisibles. Antes no le daba mucho tiempo a mirarme al espejo. No me preguntaba si me gustaba lo que veía. Seguía las exigencias del mundo: tengo que vestirme así, tener la piel así y el pelo así. No puedo salir de tal forma. Debo verme como “ellos” esperan que me vea. Pero ahora, sin esas exigencias, solo con mi familia en mi casa, y sin prisa, me detuve ante el espejo. Detallé las líneas en mi piel, los colores de mis ojos, la forma de mis dientes. Me reconcilié con mi cuerpo desnudo y sus cambios naturales y armónicos. Y descubrí que, aunque nadie me viera, yo me veía. La realidad invisible del amor que me tengo debía verse reflejada en la realidad visible. Los primeros días me vestí sin pensar, pasé todo el día con unas medias viejas, el pelo cogido y algo sucio, un buso cualquiera de esos talla XL, sin ningún detalle innecesario. Sin embargo, sentí una voz dentro de mí que me decía “¿es este tu amor por mí?” y entendí que merecía un poco más, que ahora, libremente, podía hacer de mí misma una fuente nueva de belleza, sin cumplir exigencias, sin recibir cumplidos ni reproches. Por mí y para mí. Empecé a combinar la ropa de casa, sin cambiar la comodidad por elegancia. Ponerme aretas, escogerlas con cuidado cada día, se volvió un momento de consentirme. ¿Largas o cortas? ¿Doradas o plateadas? ¿Cómo quedan con el buso cuello tortuga? ¿Con el pelo cogido o suelto? Me miraba al espejo. Mi cara, descansada y limpia, sin maquillaje, hidratada, era adornada por un detalle tonto. No quería decir que fuera menos bella sin aretas. Quería decir que era tan bella que quería decorarme para mostrar en el mundo visible ese amor imperfecto y herido por las exigencias exteriores. En esta cuarentena me he encontrado con la belleza, y he sido salvada por ella. Ha renovado el amor que me tengo, en el silencio, en la lentitud, en la simplicidad de una vida vivida hacia adentro, de cara a mi misma, con una sonrisa serena de saberme pequeña, rota, bella e infinita. Escrito por: Teresa García de Santos Fotografía por: Vivian Maier Examinaba mis piernas mientras subía las escaleras de la preciosa playa de Carvalho. Y, sin pedir ningún tipo permiso, las preocupaciones y los ojalás corporales me apresaron. Definitivamente tengo que hacer esos ejercicios de tripa. Con cinco kilos menos estaría mucho mejor. Y con mi ancha espalda tendría que hacer algo también. Absorta en mis complejos físicos había recorrido más de la mitad de los peldaños. Paré un instante para ver por dónde iban mis padres y, realizada la comprobación, me dispuse a retomar mi penosa — y tan habitual — tarea. Pero al voltear la cabeza, mis ojos toparon con un río de alegres árboles que parecía deslizarse por la ladera. Se apiñaban unos junto a otros y sus frondosas copas invitaban a tenderse sobre ellas. ¡Era espléndido! ¿Cómo no me había fijado antes?
Y sucedió el milagro. De inmediato le cayó de los ojos algo como escamas, y volvió a ver. Vi dos mundos. El de mi ceguera, mi ensimismamiento, mis penas. Y el de los árboles, el atardecer, el océano. Se oponían. Cabeza gacha frente a mirada al horizonte. Ceño fruncido frente a sonrisa despreocupada. Reproches continuos frente a agradecimiento espontáneo. Manos reivindicando frente a brazos abiertos. Escaleras interminables frente a peldaños inapreciables. Respiración entrecortada frente a plácidos suspiros. Nunca lo había visto con tanta nitidez. ¡Cuánta belleza me había perdido en mi vida! Y por consiguiente, cuanta alegría. Pero incluso vi algo con mayor claridad. Mi constante ensimismamiento aún tenía un remedio: la belleza. Ante ella, mi corazón aprovechaba la ocasión para huir y descansar de mi. Estaba demasiado ocupado contemplando los majestuosos árboles y el imponente atardecer como para preocuparse por niñerías. Y ser consciente de esto, de que la belleza aún tenía el poder de salvar el mundo —o al menos, a mi misma—, me esperanzó. Ni mi pobreza, ni la aflicción tendrían la última palabra. Escrito por María Clara Zea Fotografía: Laura Ximena Miranda ¿Es el cuerpo una externalidad? De pequeña me molestaba ver el mundo desde adentro, sentía que mis ojos eran unas compuertas que se abrían y cerraban con el sueño y la luz. Nunca me sentí débil pero tampoco fuerte, sentía que mi cuerpo soportaba con mesura el peso de los días. Mi cuerpo fue atravesado, como los toros, con estoques y banderillas que se clavaban en disputa de ideales inalcanzables. Sufría por esa belleza que les robaba la infancia a las niñas, añorando que un día me levantara con 5cm más encima, pero ¿qué me hacía padecer como un ser inacabado? La pintura en mi rostro no me hacía sentir como las obras de arte que admiraba en un museo. Mi alma no reconocía esas fronteras falsas y moldeadas por el sistema de valores de la sociedad. Pasó el desierto en mi cuerpo: sentí que lo abandonaba, diezmada en fuerzas, quise darle vida propia, ajena a mí. Sin embargo, encarnó símbolos copiados, no representaba esa construcción mía identitaria, no era un baluarte de mis deseos. Recurrí al dibujo para representar otros rostros y formas mías: planteé que reencarnaba en una sola vida en muchos cuerpos alternos. Decidí que no tenía que habitar la utopía sino vivirla. El cuerpo emergió como ese territorio para cuidar, el arraigo reflexivo a mi selva profunda, mis sonidos de mar, mis silencios de tundra. Dejé de entender mi cuerpo como esa arena en disputa para los demás; no soy libre todavía, pero celebro mi victoria de sentirme menos periferia, margen desviado del molde del deber ser. La ley de la desobediencia corpórea solo se rige bajo la norma propia de quererse no solo de afuera, sino entera: el espíritu también es mi cuerpo. Por tanto, mi rebeldía, mis placeres, los temores son también cuerpo: me desbordan, se salen de la esfera kinestésica para demostrar que el cuerpo es una proyección, se mueve y se transforma, su naturaleza no es estática; contiene la vida y la sostiene. |
Categorías
Todo
|