Escrito por María Clara Zea Fotografía: Laura Ximena Miranda ¿Es el cuerpo una externalidad? De pequeña me molestaba ver el mundo desde adentro, sentía que mis ojos eran unas compuertas que se abrían y cerraban con el sueño y la luz. Nunca me sentí débil pero tampoco fuerte, sentía que mi cuerpo soportaba con mesura el peso de los días. Mi cuerpo fue atravesado, como los toros, con estoques y banderillas que se clavaban en disputa de ideales inalcanzables. Sufría por esa belleza que les robaba la infancia a las niñas, añorando que un día me levantara con 5cm más encima, pero ¿qué me hacía padecer como un ser inacabado? La pintura en mi rostro no me hacía sentir como las obras de arte que admiraba en un museo. Mi alma no reconocía esas fronteras falsas y moldeadas por el sistema de valores de la sociedad. Pasó el desierto en mi cuerpo: sentí que lo abandonaba, diezmada en fuerzas, quise darle vida propia, ajena a mí. Sin embargo, encarnó símbolos copiados, no representaba esa construcción mía identitaria, no era un baluarte de mis deseos. Recurrí al dibujo para representar otros rostros y formas mías: planteé que reencarnaba en una sola vida en muchos cuerpos alternos. Decidí que no tenía que habitar la utopía sino vivirla. El cuerpo emergió como ese territorio para cuidar, el arraigo reflexivo a mi selva profunda, mis sonidos de mar, mis silencios de tundra. Dejé de entender mi cuerpo como esa arena en disputa para los demás; no soy libre todavía, pero celebro mi victoria de sentirme menos periferia, margen desviado del molde del deber ser. La ley de la desobediencia corpórea solo se rige bajo la norma propia de quererse no solo de afuera, sino entera: el espíritu también es mi cuerpo. Por tanto, mi rebeldía, mis placeres, los temores son también cuerpo: me desbordan, se salen de la esfera kinestésica para demostrar que el cuerpo es una proyección, se mueve y se transforma, su naturaleza no es estática; contiene la vida y la sostiene.
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