Escrito por: María Hernández Fotografía por: Dayanita Singh Últimamente he compartido algo de tiempo con V.
V. superó una grave enfermedad de niño. Esto ya lo sabía, pero nunca le había escuchado hablar directamente del asunto. En todo caso alusiones y referencias contenidas. Una noche de ambiente distendido, de esas en las que se está sin mucha bagatela y sin más añadido que la compañía y alguna bebida de por medio, habló. Los presentes callamos y atendimos con una actitud casi reverencial, no correspondía hacer otra cosa. Ese dolor era un territorio desconocido, íntimo, sagrado. Él seguía narrando con seriedad, sin tintes morbosos y sin coquetear tampoco con el victimismo. Notaba en su voz cierto tono estoico labrado por el tiempo y las secuelas, por las limitaciones y las burlas. Aun así, se trataba de un estoicismo parcial, marcado sobre todo por agarrarse a la vida como única opción y por la eterna pregunta por el sentido de ese sufrimiento. Mientras lo contaba y desde esa noche, cada vez que le veo, V. me suscita una impresión de asombro y milagro al mismo tiempo. Al haber tenido tan cerca la posibilidad -¡y de manera tan temprana!- de haber muerto y no haber crecido nunca, ahora, todo lo que él es y todo lo que él hace me resulta más fascinante. Como ha convivido con el abismo de lo desconocido y de lo eterno, su vida evoca lo que podía no haber sido. El afán responsable que le define, el carácter preciso, la carrera que estudió, el trabajo, la pasión por la fotografía, ese movimiento propio de las manos al hablar… Todo eso estaba ahí esperando, en potencia, sigiloso y oculto, frágil, incognoscible como la vida que queda siempre delante y lleva el nombre de mañana. V. recuerda la radical contingencia de todas las cosas. De la nieve, del pajarillo, de la flor silvestre, del verde que me consuela y de aquel otro encuentro que me desordenó un martes por la mañana. En definitiva, me recuerda la contingencia de mi propia vida. Me provoca admiración por el hecho de estar y existir, por mis piernas y mi cara que habitualmente doy por descontado; por las preferencias que me hacen a mí, por lo que me atrapa y lo que detesto. Porque como dice Carmen Martín Gaite, en cuanto nos fijamos un poco, lo raro es vivir. “Que estemos aquí sentados, que hablemos y se nos oiga, poner una frase detrás de otra sin mirar ningún libro, que no nos duela nada, que lo que bebemos entre por el camino que es y sepa cuándo tiene que torcer, que nos alimente el aire y a otros ya no, que según el antojo de las vísceras nos den ganas de hacer una cosa o la contraria y que de esas ganas dependa a lo mejor el destino, es mucho a la vez, tú, no se abarca, y lo más raro es que lo encontramos normal”. Pero sin decir nada, V. menciona el milagro, lo vulnerable del instante y la fragilidad de la permanencia; susurra que nada importante está en garantía. Por eso, la historia de V. habla del misterio.
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Fotografía y escrito por: María Hernández Sobre las tres de la tarde me ha asaltado esta certeza: las preposiciones son clave para saber quién soy. Esa lista de palabras que aprendía de memoria con papá junto a la cama antes de dormir en mis primeros años de infancia se presenta hoy reveladora. Es sencillo: soy de Alguien, con alguien, por alguien y para alguien. Al describirnos, lo determinante no está en el adjetivo sino en lo que sigue a estas preposiciones. Me explico. El progresivo desarrollo urbano parece haber acrecentado la funcionalización de la persona. ¿Quién eres? Soy periodista, tendera, médico, abogado, economista, profesor, agricultora, florista, emprendedora… ¡Como si el trabajo pudiera separarse de quien lo lleva a cabo!
Si bien es natural resaltar la faceta profesional o académica (por todo el tiempo y esfuerzo que le dedicamos) ¿Ocupa verdaderamente un lugar tan central? Con frecuencia, y refiriéndonos a esto, oigo -y me oigo- decir “En realidad, soy mucho más que esto” No puedo medirme por mi ocupación, resultados o rendimiento porque algo – tal vez una intuición o una experiencia- me exige que observe con más amplitud. Solo puedo perdonarme y quererme a mí misma cuando un alma amiga que me acompaña lo hace primero, cuando ante esos ojos que miran se presenta “María”. No solo María, la estudiante, la compañera, la extranjera, la española. Tampoco la monitora, la cantante, la becaria; ni la hija, la prima, la amiga, la alumna, la articulista… Ni siquiera en el caso en que pudieran presentarse todas las facetas a la vez bastaría. Aun en esa circunstancia, habría un grito-o un susurro- que me pediría considerar otro factor más abstracto e intrínseco. Por lo tanto, soy cuando otro me llama por mi nombre y advierte que de tal apelativo se destila un carácter único (sin que esto último se confunda con la posibilidad de “ser especial”). Soy cuando me relaciono con otras personas sabiendo que somos deseo, una realidad infinita, una pregunta inagotable, un misterio. Cuando nos afirmamos en nuestra grandeza y en nuestras miserias (no necesariamente conociéndolas, pero sí siendo conscientes de su existencia) Soy cuando reconozco que no busco una simple aprobación sino que persigo continuamente estar con otros que me quieran bien. Y precisamente, como me va la vida en ello, ante todo, soy de alguien. Soy de todos esos otros nombres ¡y más todavía de los apellidos! ya que estos nos recuerdan que somos hijos. Ser hijo la condición original del hombre, es la primera experiencia que tenemos de nosotros mismos. Lo que significa reconocerse deudor, necesitado, amado por sus padres. Lo curioso es que a los míos se les escapan las razones últimas de mi existencia. Por otro lado, desde que yo dejara atrás las muñecas, tampoco parece que mis padres puedan satisfacer todos mis anhelos. Entonces… ¿Deudora de quién? ¿Necesitada de quién? Pese a la imposibilidad de dar una respuesta cien por cien certera, descanso al saber que no espero en mí. En definitiva, que no soy independiente. También respiro al conocer que la vida va más allá de mi entendimiento (si así fuese, ¡qué pobre sería todo!) Por lo tanto, responder de manera seria al ¿tú de quién eres? (esa pregunta veraniega que suele esperar en los rincones de los pueblos pequeños) pone de manifiesto que somos la procedencia, el nacimiento, la cuna y el hogar. Quienes en él nos acogen y quienes junto a nosotros lo habitan. Nuevamente, el por me remite al origen. Decimos que las columnas del periódico, los cuadros, las canciones o los libros están hechos por alguien. Si la obra en cuestión nos interesa o impacta de alguna forma, preguntamos por el autor. ¿Y cómo no hacerlo? ¿Quién puede quedarse indiferente ante esa alma amiga que me acompaña así? ¿Ante esa madre que se da con tanta generosidad? Supongo que el para se juega en la libertad de este mismo instante. Aquí, mientras estoy sentada en el sofá de casa golpeando las teclas del ordenador y mamá insiste en que no trasnoche. Eso sí, sin perder de vista es esperanza que no deja de proyectarme hacia el futuro. Intuyo, además, que el auténtico para se descubre disminuyendo la tiranía del yo. Queriendo ser para otros “el lugar donde no se les juzga, donde pueden estar a salvo”. Queriendo encontrar mi refugio también. Entonces comenzaré a ser. Solo entonces, seremos. |
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