Escrito por: María Isabel Giraldo Fotografía por: Imogen Cunningham La frase “La belleza salvará el mundo” de Dostoyevski ha estado rondándome en esta cuarentena. De cierta forma, descubrí que antes no la entendía. La pandemia y el aislamiento han hecho que cobre un nuevo sentido.
La belleza está en todas partes. Cada uno la encuentra en lugares distintos, según las inclinaciones de su corazón. Ahora, que estamos en casa, tal vez las fuentes de belleza se ven limitadas. O, tal vez, con más tiempo en nuestras manos, con la mente menos distraída, con los sentidos más despiertos… tal vez es el momento ideal para encontrar, crear, contemplar la belleza. Y dejar que nos transforme. Yo suelo encontrar la belleza en la naturaleza, en la música y en la literatura. Muchas personas, especialmente las mujeres, la buscan en lo estético: la ropa, la decoración, el maquillaje. A mí me cuesta darle la suficiente atención a mi aspecto, entonces difícilmente me satisface. Soy así, un poco desarreglada. No tengo ese sentido estético que envidio tanto en mis amigas, de saber combinar la ropa, arreglarse el pelo, decorar su cuarto. Entiendo y admiro esa forma de crear belleza. Yo, simplemente, no nací con ella. Sin embargo, paradójicamente, ahora en mi casa la entendí. Entendí la importancia de sentirme digna, de sentirme amada. Nuestro cuerpo y entorno son la manifestación física de muchas realidades invisibles. Antes no le daba mucho tiempo a mirarme al espejo. No me preguntaba si me gustaba lo que veía. Seguía las exigencias del mundo: tengo que vestirme así, tener la piel así y el pelo así. No puedo salir de tal forma. Debo verme como “ellos” esperan que me vea. Pero ahora, sin esas exigencias, solo con mi familia en mi casa, y sin prisa, me detuve ante el espejo. Detallé las líneas en mi piel, los colores de mis ojos, la forma de mis dientes. Me reconcilié con mi cuerpo desnudo y sus cambios naturales y armónicos. Y descubrí que, aunque nadie me viera, yo me veía. La realidad invisible del amor que me tengo debía verse reflejada en la realidad visible. Los primeros días me vestí sin pensar, pasé todo el día con unas medias viejas, el pelo cogido y algo sucio, un buso cualquiera de esos talla XL, sin ningún detalle innecesario. Sin embargo, sentí una voz dentro de mí que me decía “¿es este tu amor por mí?” y entendí que merecía un poco más, que ahora, libremente, podía hacer de mí misma una fuente nueva de belleza, sin cumplir exigencias, sin recibir cumplidos ni reproches. Por mí y para mí. Empecé a combinar la ropa de casa, sin cambiar la comodidad por elegancia. Ponerme aretas, escogerlas con cuidado cada día, se volvió un momento de consentirme. ¿Largas o cortas? ¿Doradas o plateadas? ¿Cómo quedan con el buso cuello tortuga? ¿Con el pelo cogido o suelto? Me miraba al espejo. Mi cara, descansada y limpia, sin maquillaje, hidratada, era adornada por un detalle tonto. No quería decir que fuera menos bella sin aretas. Quería decir que era tan bella que quería decorarme para mostrar en el mundo visible ese amor imperfecto y herido por las exigencias exteriores. En esta cuarentena me he encontrado con la belleza, y he sido salvada por ella. Ha renovado el amor que me tengo, en el silencio, en la lentitud, en la simplicidad de una vida vivida hacia adentro, de cara a mi misma, con una sonrisa serena de saberme pequeña, rota, bella e infinita.
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Escrito por: María Isabel Giraldo Fotografía: Alejandra Rodríguez Volando he aprendido a ser libre. Allá arriba, 10 metros sobre el suelo, me siento a kilómetros de distancia de mis miedos. Nada puede tocarme. Allá arriba, dependo de mí. Mi vida está, literalmente, en mi manos. Eso me asusta, me ata a mí misma, me hace responsable y dependiente a la vez. Extrañamente, me hace sentir más libre. Duele, claro que duele. Es ese dolor que elijo y abrazo, que recibo amorosamente pues me hace más yo, me lleva a límites que no conocía, me estira. Allá, bailando entre colores, jugando con mis brazos, y piernas, dando vueltas, armando figuras, soltando, cayendo y subiendo… soy consciente de mi cuerpo y de mi alma, de mi vuelo.
Arriba me descubro y me libero. Veo el mundo pequeñito a mis pies e imagino acercándome un poco más al cielo infinito. Lo toco. Al poner los pies en la tierra, me llevo conmigo el nuevo trocito de libertad que encontré al volar. Soy un poco más libre. Fotografía y escrito por: María Isabel Giraldo Hace poco leí un consejo: vive en la verdad. Me asusté un poco, intenté pensar en otra cosa. Pero volvía una y otra vez.
Mi relación con la verdad no ha sido fácil. Creo que la relación de la humanidad con la verdad tampoco lo ha sido. Porque imaginamos, creamos, inventamos. Nuestra naturaleza es despierta, creativa y transformadora. No nos basta ver el mundo y aceptarlo tal cual es, vernos a nosotros mismos y asumirnos así. Me he peleado mucho con la verdad. Cuando llegué a la adolescencia, empecé a ver problemas en mi perfecta e imaginaria realidad de niña. “Mis papás no son ángeles, se equivocan. Al mundo no lo mueve el amor. Las amistades no son fáciles ni el futuro seguro. Hay injusticia. Sufrimos. Las cosas se acaban”. Empezó pues nuestra lucha. Nació también en mi corazón un fuerte deseo de cambiar esa verdad, tan fea. Pero me di de frente contra un muro. La verdad que aún no había descubierto, aquella que por muchos años negaría… era la verdad de mí misma. ¡Me creía tan perfecta! Por mucho tiempo, me definieron las calificaciones, los premios de fin de año, la admiración de las niñas menores, los piropos de los niños. Crecí con una autoestima en apariencia robusta, pero débil como una bomba demasiado inflada. Era saludable para aquella adolescente. Pero no lo sería para la joven que llegaba. Poco a poco, aparecieron pedazos ocultos de verdad. Mis heridas de infancia, que había cubierto con arena. Mis inseguridades, monstruos debajo de la cama, que salían a devorarme en la oscuridad. Mis miedos, enormes nubes negras sobre mi vida “perfecta”, que no se iban después de la tormenta y me llenaban de melancolía. Mis errores, que me avergonzaban porque ¡cómo iba yo a equivocarme! Mis imperfecciones, abundantes como lunares regados por mi alma, eran para mí manchas sobre mi tez impoluta. ¡Cuánto aprendería de todo aquello! No vivir en la verdad es como caminar con los ojos tapados y las manos atadas. Y solo. Porque nadie quiere amar una fachada. Si uno va a aventurarse a amar, más le vale amar verdaderamente, amar verdades. Fue pues en el amor que entendí que mi verdad era preciosa. Con rotos, raspones, desiertos. Con todo. Aquellos lunares no ensuciaban. Adornaban. Ya sé que no soy mis títulos, habilidades o logros. Soy, en cambio, mi historia. Soy mi familia y mis amigos. Soy mis pasiones, caídas y luchas. Soy la herida que dejó ese exnovio, el arrepentimiento al pelear con mi mamá, la vergüenza por mis errores. Soy el abrazo de Dios, que abarca todo eso. Soy mis virtudes, que pueden crecer solo cuando acepto sus limitaciones. Soy mi risa y mi llanto, las palabras feas que se me salen y mis ganas esporádicas de demostrar cariño. Soy toda mi verdad, que acepto con una sonrisa interior, al saberme rota. Rota y amada. Porque mientras no la acepte, no seré capaz de mejorarla. Habrá duendes que me acompañarán toda la vida, imposibles de cambiar, y que no me gustan nada. Entonces los tomo de la mano y, como a un viejo amigo, los llevo conmigo. Es más sabio y genuino que pelearnos todo el camino. Otras oscuridades están ahí para empujarme a luchar, con paciencia y humildad, con mansedumbre y tenacidad. Ese intento por pulirme sin prisa ni pausa, pero en paz, también hace parte de mí. ¿Qué sería yo sin mis luchas? ¡Qué grande es la aventura de vivir nuestra verdad! Aceptarla para luego abrazarla y, finalmente, dejarla que nos transforme. Que suavice nuestra alma. Que aumente nuestra empatía. Que nos ayude a agradecer. Que nos impulse a crecer. Que nos enseñe a amar, porque donde están las heridas e imperfecciones está la tierra fértil para amar. No puede amarse un maniquí. Amamos personas, su verdad total y hermosa, que enriquece la propia. Es esa la verdad que vale la pena vivir, que vale la pena amar. |
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