Escrito por: Marina Sánchez Fotografía por: Vivian Maier Me salvan y no se dan cuenta.
Se colman de reproches, otorgándose una culpa que no les pertenece, que nunca fue suya. Es más fácil castigarse que concederles credibilidad a mis palabras, a mi insistencia acérrima, que trata de hacerles ver que me curan, que me salvan. A mi me empieza a costar verbalizarlo, pues ellos forman parte de ese pequeño conjunto de aspectos de mi vida inexplicables o, por lo menos, implasmables. Mi única certeza es que me salvan. La siento en el exiguo vacío de aire que nos separa en los abrazos. La siento en sus palabras. La siento en las acciones desinteresadas, en sus sacrificios incesantes, de los que buscan para mi un bienestar quimérico, que no dejan de perseguir, aun cuando parece inalcanzable. La siento en los reencuentros, en los consejos. La siento es sus esfuerzos por entenderme en las etapas en las que ni tan siquiera yo lo hago. La siento en sus estrategias para encontrarme cuando me pierdo en mi misma. La siento en la cesión de sus fuerzas, con cada impulso. La siento como constante, como refugio. La siento mientras me salvan. Me salvan, y sé que lo hacen porque cuando todo parece carecer de sentido, y huir se convierte en la mejor opción, pienso en ellos y me reafirmo en la certeza de que tenerlos es razón suficiente y, así, sigo.
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Escrito por: Marina Sánchez Fotografía: Martine Franck Mamá, papá, he conocido a alguien.
Llevaba tiempo vagando por el mundo rota, a medias, sintiendo utópica la posibilidad de encajar. Pero hace unos meses me topé con la otra pieza del puzle, y al hacerlo comprendí que si hasta ahora he estado rota, ha sido para que me pudiese entrar su luz. Porque es de esa clase de personas que brilla y, así, recompone. Mamá, papá, he conocido a alguien que sonríe hasta con los ojos. Yo, que vivo aferrada a mi coraza, a mi silencio. Que hablo por los codos y por todas mis extremidades, pero a la hora de expresar cómo siento o qué llevo dentro, las palabras son lo único que no encuentro. Yo, que ya no sé vivir de otra forma si no es alerta, presta para que no me hagan daño, he conocido a alguien a quien le han bastado menos de dos semanas para romper hasta la última de las defensas que me quedaban. Hay personas con las que el tiempo se ralentiza de tal forma que no ves el momento de que pasen las horas y acabe. Pero también hay personas por las que te interpondrías entre las manecillas del reloj para que fuese precisamente el tiempo el que no pasase. Ella, rápidamente, ha entrado a formar parte del segundo grupo. Pero ha hecho algo más, me ha descubierto otro tipo de personas, aquellas con las que el tiempo es relativo, pues ahora siento como si llevásemos siendo lo que somos, ella y yo, desde hace muchos años. Ayer estábamos en mi cuarto, como tantas otras tardes, hablando de todo y de nada. Haciendo lo que mejor sabemos, escucharnos. Pero también disfrutando de nuestros silencios, que no es fácil. Ella estaba feliz, por una razón que probablemente con el tiempo no recuerde. Lo que sé que no se me olvidará fue la sensación que tuve, pues me alegró tanto verla así que, por un momento, sentí que su felicidad era también la mía. Creo que fue ahí cuando decidí poner todo mi empeño para conservarla en mi vida. Porque he conocido a una persona de las que ya no quedan, y me ha devuelto cosas que sentí cómo me quitaban hace tiempo. Se llama Marilé, y espero que algún día la podáis conocer más allá que a través de mis ojos. Fotografía y escrito por: Marina Sánchez Tengo una libreta en la que escribo todo lo que pasa por mi desordenada cabeza. Es preciosa. Las tapas están cubiertas por una tela azul verdoso, decorada por flores en tonos blancos, granates y marrones. La rodea un hilo que sirve de cierre, que enrosco con detenida paciencia cada vez que termino de escribir. Mi pequeño ritual. Al abrirla, en la segunda hoja, se pueden leer las palabras de mi padre, cuya prosa siempre he admirado y, por ello, cuando decidí comenzar a plasmar lo que me carcomía por dentro, sentí que no podían faltar. Hasta ahí todo es impecable. La libreta perfecta. Pero si pasas a la siguiente hoja, dejas atrás la belleza de cómo me ve mi padre, y te encuentras con el rastro de cómo me veo yo. Justo antes de llegar a mis primeros pensamientos, se puede apreciar el vestigio que dejan un sin fin de hojas arrancadas, una infinidad de historias a medias. Hoy, mientras contemplaba ese surco de papel, me he dicho, “menuda forma de destrozar una libreta perfecta”. Así que, por un momento, he tomado la decisión de comprarme otra, un nuevo intento de perfección. Pero luego me he puesto a pensar en cómo ese surco de papel hablaba de mí, de quién soy yo. Soy la impulsividad que me lleva a arrancar una hoja, sin pensármelo dos veces, cuando creo que el contenido no es lo suficientemente bueno. Una inconformista. Pero va mucho más allá. Realmente soy como mi libreta. Si miras solo mi cubierta te llevas una impresión que, en cuanto pasas a la segunda página, se desmorona. Pues no soy más que la suma de multitud de hojas rotas, de innumerables relatos a medias. Soy lo que ha quedado después de que me arrancasen, de improvisto, muchas de mis páginas, sin dejarme escribir lo que pudo haber sido otra historia. Soy un intento de ocultar imperfecciones no aceptadas. Ese surco de papel es el reflejo de las heridas que me ha dejado una lucha por convertirme en otra versión, ilusoria, perfecta. Entonces me he dado cuenta de que deshacerme de esa libreta significaría mucho más de lo que me puedo permitir. Así que me he propuesto quererla y aceptarla tal y como está, despellejada, rota, a medias. He decidido empezar a ver la belleza de lo imperfecto a través de mi libreta. Pues ahora que estoy en mitad del mismo proceso conmigo misma, ¿cómo de incoherente sería desprenderme de ella?
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