Escrito por Lucía Sánchez Fotografía: Sergio Larraín A veces padezco exceso de control y autoexigencia, pierdo la paciencia —también conmigo—, quiero acabar con las emociones desagradable —las mías y las de los demás—, juzgo al otro sin comprenderlo. A veces me puede la comodidad o el miedo y me escondo. A veces me avergüenzo de mi yo más genuino y me traiciono. A veces intento vencer mi soledad y no lo consigo. Pero otras sí. A veces soy descubierta, desarmada, querida, abrazada, perdonada. Esas otras veces doy gracias por no ser perfecta. Doy gracias por mis fallos porque, si bien a veces me separan profundamente de mi verdadero camino y de las personas que más quiero, otras me unen como nada más pudiera hacerlo. Mis imperfecciones me permiten conocer el perdón, clave del amor y de la libertad, recordándome que, tal y como soy, soy digna de ser querida. Mi amiga Meri me enseñó: «los errores son base de nuestro aprendizaje y cuna de la reflexión. Ejemplo de humanidad y, por tanto, de belleza. Porque no hay nada menos humano, y menos empático, que no cometer errores».
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