Fotografía y escrito por Ana María Uribe La semana pasada pensé mucho en el amor. ¿Qué es? ¿Es algo que podamos definir? ¿Es una cosa, muchas o es todo? ¿Sirve de algo intentar entenderlo o será mejor dedicarnos a intentar vivirlo? Y la más importante de todas: ¿lo he sentido?
Mi relación con el amor es ambivalente. De alguna forma lo busco todo el tiempo. Tengo una necesidad inmensa de ser amada y de amar. Y solo sé que estoy viviendo de forma auténtica y feliz cuando estoy amando casi siempre: a mi familia, a mis amigos, al vecino en el ascensor, a las matas de mi casa, al cielo cuando lo saludo por la mañana y, especialmente, a Dios. En esta lista, es obvio, hay un amor que falta. Tal vez es el más representativo de lo que usualmente entendemos como “amor”. El amor romántico. Ah. Ese. El famosísimo. La obsesión de mi alma desde que tenía la suficiente consciencia para identificarlo en películas de princesas. Siempre me ha fascinado. Y lo he estudiado a distancia en películas, en libros, en las parejas que se sientan a mi lado en el avión. Entre mi familia y entre mis amigos lo veo a veces, fuerte, bueno. Esos días, tengo la certeza de que sí es la forma más real de amor que existe. Veo cómo nos hace mejores, valientes, capaces de olvidarnos de nuestra vanidad y de nuestro orgullo. Veo cómo embellece al que lo vive. Cómo se multiplica para transformarse en nuevas vidas. Cómo cambia y nos cambia. Cómo crece con los problemas y endulza los momentos más dolorosos con un abrazo y un beso que dicen “estoy aquí”. Esas veces que lo veo, lo sueño desde lo más profundo de mi alma. Anhelo poder encontrarlo, y saber reconocerlo cuando lo tenga. Espero y rezo que llegue y no se vaya. Pido la fortaleza y la valentía para luchar por él, para construirlo todos los días, para que mi corazón sea lo suficientemente grande para ganarle a los miedos que mi cabeza se inventa. Porque si que tengo miedo. Mucho. Podría remitirme a mi infancia, a mis papás, a mis abuelos, tíos, primos, o a todas las experiencias de desamor que he vivido directamente para justificar mis miedos. Pero la verdad es que no vale la pena. Porque aunque sea verdad que el miedo pueden tener fundamento en algunas experiencias que he vivido, creo que en el fondo es solo orgullo. Puro miedo a perderme a mi misma, mis espacios y a tenerme que enfrentar a todo lo bueno, pero también todo lo malo, que hay en mí. Qué vanidoso ese corazón que prefiere quedarse solo antes que aceptarse imperfecto. Antes de tener que hacerse vulnerable frente a otro igual de imperfecto a él. ¿Cómo le explico que esta pataleta no le conviene en absoluto? ¿Cómo lo convenzo de que para ser realmente útil tiene que arriesgarse a dejarse amar? Porque es eso lo que le cuesta más que nada. Dejarse ver. Dejarse mirar. Dejarse querer. Todos esos actos que requieren un nivel de humildad muy profundo, y que a mi corazón orgulloso le cuestan todo. Pero no puedo quedarme solo como espectadora, como la fan número uno del amor que se dedica solamente a mirarlo por las ventanas, escucharlo en canciones y soñarlo cuando creo que nadie me está mirando. Sería la tristeza más grande de mi vida saber que no me permití amar por el miedo profundo a ser amada.
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