Escrito por Marta García Hay quien dice que la felicidad no se puede alcanzar, que es una utopía con la que nos contentamos y que todo lo que podemos hacer es vivir con la ilusión de llegar a ella. Yo no puedo creer eso. El objetivo final no es ser feliz. Ser feliz es la consecuencia de tener un objetivo final. Mi abuelo es un hombre tremendamente feliz. Es feliz en verano, cuando el sol pega con más fuerza antes de comer y sale al huerto a recoger tomates y pimientos para mi abuela. Es feliz en invierno, cuando hace malo y la tierra se hiela. Es feliz en casa, cuando intenta montar un vídeo en el ordenador y mi abuela le interrumpe constantemente. Es feliz en la calle, con sus paseos por la playa y sus visitas mensuales al médico de mi abuela. Mi abuelo es un hombre feliz, porque tiene un objetivo final. Mi abuelo se cansa cuando llega el momento de recoger las naranjas y los higos, cada año un poco más. Le preocupan los inviernos especialmente fríos, porque las cosas no pueden crecer bien. Le molesta mucho tardar tres días en hacer un video que podría tener en una tarde, porque mi abuela, con sus problemas de memoria, le pregunta lo mismo cien veces. No lo dice, pero yo sé que cada revisión de médicos es una preocupación, una posibilidad de volver a casa con malas noticias. Mi abuelo es feliz. Y eso no significa que no tenga malos momentos o malas temporadas, pero es feliz a pesar de ello. Es feliz porque Dios está en todo lo que hace, porque ama con toda la grandeza de su corazón, porque espera y confía en la felicidad eterna. La felicidad no es un estado de ánimo, ni una sensación, ni un sentimiento. La felicidad es una forma de vida, la de aquellos que, independientemente de cuál sea, tienen un destino.
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