Escrito por María Palos Pereira Fotografía: Vincenzo Balocchi Muchas veces antes reflexioné sobre la belleza. La contemplaba, la envidiaba, la admiraba. Le intentaba poner palabras, y buscaba definirla, pretendiendo encontrarla.
La asemejaba a lo magnificioso, a lo impactante. Y aunque a menudo me propuse encontrarla en la cotidianidad, sólo lo lograba cambiando mi forma de mirar - de admirar -, observando con ojos nuevos y apreciando la grandeza de lo que hasta entonces veía corriente. Y con todo, últimamente he sido consciente de que le quité plenitud a su significado, le corté las alas a su interpretación y la reduje a un fragmento de su esencia. Cuando observo a mi abuela tomo conciencia de que la belleza es atemporal. Que se esconde en cada arruga que surca su rostro. Que no está sujeta a sustancia, y que emana de cada mirada que ella nos dedica. Y, lo más sorprendente, que esa similitud - para mi hasta ahora tan real - entre belleza y grandeza, era en realidad producto de mi imaginación. Que la propia belleza ni tan siquiera requiere ser ostentosa para estar presente, para hacerse notar y para cautivar. Descubrí que la belleza se muestra en plenitud en un rostro enfermo como lo hace en una puesta de sol que quita el aliento. Y me di cuenta de que la belleza, como sustantivo, abarca mucho más de lo que pobremente recogemos con su definición.
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