Escrito por: Cristina Santa Puche Fotografía por: Herald and Times Group - 10 de enero de 2021 - Se suele hablar mucho sobre los niños y su manera de ver el mundo. De su capacidad de colocar sobre todo lo que ven, tocan y experiencian un velo de inocencia, desconocimiento y sorpresa. “Así deberíamos vivir”, piensa más de uno. He intentado que la nieve de estos días me produzca esa sensación de la primera vez. He intentado ser niña con todas mis fuerzas. Tras muchos intentos y pocos resultados, he concluido que quizá sea mejor — o al menos más sencillo — ver la vida con el filtro de la última vez. En las primeras veces somos torpes, nerviosos, cautos. En las últimas hay cariño, experiencia y mucha delicadeza. Lo malo, el problema, es que nunca — o casi nunca — sabemos cuándo estamos ante esas últimas.
Hace poco que murió mi abuelo. Ahora que ya lo he digerido y empiezo a ver sus ojos en el parpadeo de las estrellas, recuerdo mi último momento con él. Fui a su casa y le corté el pelo. Me daba la espalda, pero eso no impedía que bromeáramos sobre su melena blanca. Incluso imaginamos e hicimos planes para el próximo verano. Aquí también tiene cabida el velo de la inocencia. Después merendó un flan de café. Al terminar, fregué su cuchara y arrimé su silla a la mesa de manera rutinaria. Pasé el trapo húmedo seguido del seco por la zona de la mesa que se había usado. Su torpeza había dejado tres pegotes de flan en el viaje entre su boca y su mano. Mientras, él salía por la puerta de la cocina. Atento y despacio, sin demasiada energía. Lo vi de reojo, pensaba en la curiosidad de la vida humana. Me esperó erguido al lado del balcón y, sin necesitar palabras, supe que debía abrirle la puerta. Lo dejé fumando lo que podría ser su octavo cigarrillo del día. Le abroché una chaqueta de hilo azul marino. Cinco botones. De derecha a izquierda. Un cuerpo protegido del frío. Con todo en orden, abandoné la sala. Seguramente con prisa. Escupiendo un mísero “hasta mañana”. Nadie te dice que en una maquinilla de cortar el pelo, que en una cuchara, que en unas zapatillas de estar por casa y que en un cigarrillo y cinco botones se pueden esconder tantas últimas veces. Dos mañanas después, mi abuelo ya no estaba. Estos días vivo entre cuatro paredes que, si no me fallan los cálculos, delimitan un habitáculo de unos diez metros cuadrados. La equívoca sensación de tener tiempo y no saber cómo usarlo me llevó anoche a leer uno de mis muchos e inconexos diarios. En el elegido, resumía en líneas torcidas los meses de septiembre, octubre y noviembre viviendo en Edimburgo, mi ciudad universitaria. Volé a la costa alicantina siendo consciente de la incertidumbre del mañana, pero algo me decía que en algún momento volvería al país de las gaitas. Con fecha ventinueve de noviembre escribí sobre una partida de cartas con amigas. Pasó en 22, Forrest Road. Cómo no. Dueño de un sinfín de conversaciones y veladas. Y sin embargo, a mí solo se me viene a la mente esa última partida. Se vuelve a colar el velo de la inocencia entre estas líneas. Vivir en las últimas veces te hace recordar vivamente el detalle. Aquella noche, la cocina estaba decorada con múltiples productos de limpieza. Estoy segura que muchos eran de Poundland. Había cajas emprecintadas. En la despensa quedaban apenas un manojo de tres plátanos y dos kilos de lentejas. Sobre la vitro se cocinaban a fuego medio unas verduras que servirían como comida al día siguiente. Había sobre la mesa fideos asiáticos, quesadillas y alguna botella de alcohol vacía. Todo era decoración. Jugábamos de manera lenta y desordenada. Nos saltamos alguna ronda. Yo, como de costumbre, no gané ninguna. Nos despedimos rápido. “Suerte mañana”. “Nos vemos pronto”. “Feliz vuelta a casa”. Y sin embargo, a día de hoy no hay retorno. Aquella fue la última vez de una bonita (y paradójicamente eterna) amistad que nació en una ciudad — nuestra ciudad — universitaria. Hace ya algunos años, un infarto llevó a mi tío a pasar varios días en una habitación de hospital. Desde su buen humor y pasión por la vida, decía que había que procurar no hacer muchos amigos en la planta de ingresos de cardiología. La realidad puede resultar cruda y cruel, pero te hace vivir desde la delicadeza y la bondad del que sabe que la vida es pasajera y los corazones se silencian. Cada día desde la trescientos cuatro, mi tío se aseguró de darle las gracias y regalar una sonrisa a la enfermera por aquella sopa insípida. De desearle a su vecino Ramón unos enérgicos buenos días. Vivir en las últimas veces es, de alguna manera, vivir en el presente. En unos minutos puede que tu amiga marque tu número de teléfono para comunicarte que su test ha salido positivo y que te tocan diez días nostálgicos de vivir en tu cuarto. Quizá y de repente, los nuestros, esos que siempre creímos eternos, dejan de estar — físicamente, claro -. Quizá sean nuestros amigos de hospital. O quizá estás cerrando una etapa a la que tu cabeza no pretendía — todavía — poner punto y final. Querer mucho y querer bien. Por si hoy, aquí y ahora, es esa última vez.
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