Escrito por: Teresa García de Santos Fotografía: Gianni Berengo Gardin Últimamente digo, con cierta frecuencia, que “soy salvada”. Pero el otro día me pregunté qué quería — exactamente — decir con ello. ¿Es acaso una frase hecha? ¿Una expresión bonita? ¿Una aspiración religiosa? Entonces recordé las situaciones en que me había descubierto salvada. ¿Salvada de qué? De lo que podía esperar, de lo que — razonablemente — me correspondía. Cuando uno tiene un día gris, un día de lágrimas abundantes, de enfado permanente, no espera sino que termine de la misma forma. Cuando uno descuida a las personas queridas, no les pregunta, escucha o llama, no espera sino que la desatiendan de forma correlativa. Cuando uno habla injustamente a su madre, eleva el tono y responde con arrogancia o menosprecio, no espera sino que le contesten de la misma forma. Y sin embargo, sucedió lo contrario a lo que — lógicamente — podía aguardar. La escucha y cariño de una amiga, propiciaron que mi día de lágrimas — sorprendentemente — finalizase con alegría y buen humor. La gratitud de mi abuela en cada espaciada — y por ello, descuidada— llamada, borraron cualquier tipo de reproche a su nieta ensimismada y poco atenta. El silencio de mi madre y su subsiguiente entrega, esfumaron en un chasquido la fealdad de mis palabras, a ella dirigidas.
Ser salvada es la esperanza para mi desastre, el alivio para mi culpa, la alegría para mis penas. El amor no es justo. No sé a quién se le pudo ocurrir eso. Y menos mal.
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