Escrito por: Teresa García de Santos Fotografía vía: @mikinaranja No he conocido a Miguel Ángel Herranz (@mikinaranja). Tampoco sé lo que es perder a un padre, un marido, un hijo o un amigo. No conozco la muerte. Pero sí el desamor, que — creo — se le parece. En cuestión de segundos se pasa de la presencia a la ausencia, del todo a la nada, del hogar a lo ajeno. No entienden de transiciones y su rasgo característico es la brusquedad. El problema está en que el corazón — que es quién las vive — posee una naturaleza inversa. Camina y digiere con una lentitud y una suavidad que son dignas de un profundo análisis. No sabe amar y desamar, recordar y olvidar, albergar y desterrar. Esas “y”, el pobrecillo las proclama de forma tan sostenida que incluso, a veces, la palabra siguiente nunca llega a deletrearse.
Yo siempre he sido de alargar mucho esas “y”. Quizás pueda deberse a que mi estación es el otoño: transición entre el verano y el invierno, el calor y el frío, lo externo y lo interno. Y sobre todo, entre las frondosas copas y las desabrigadas ramas. Pero hoy, día siguiente a la muerte del poeta, mientras paseaba por la Castellana, he descubierto que entre el verde y la ausencia, las hojas se pintan de rojo, naranja y amarillo. Y están más hermosas que nunca. Es curioso. Los árboles justo antes de desnudarse, se embellecen. Podrían resignarse, ir muriendo discretamente, pero no. Miki se ha parecido a ellos. Moribundo se ha lucido y a mi — sin conocerme — me ha deslumbrado. Su otoño ha sido bellísimo. No quiero pensar en su primavera.
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