Escrito por: Marina Sánchez Fotografía por: Vivian Maier Me salvan y no se dan cuenta.
Se colman de reproches, otorgándose una culpa que no les pertenece, que nunca fue suya. Es más fácil castigarse que concederles credibilidad a mis palabras, a mi insistencia acérrima, que trata de hacerles ver que me curan, que me salvan. A mi me empieza a costar verbalizarlo, pues ellos forman parte de ese pequeño conjunto de aspectos de mi vida inexplicables o, por lo menos, implasmables. Mi única certeza es que me salvan. La siento en el exiguo vacío de aire que nos separa en los abrazos. La siento en sus palabras. La siento en las acciones desinteresadas, en sus sacrificios incesantes, de los que buscan para mi un bienestar quimérico, que no dejan de perseguir, aun cuando parece inalcanzable. La siento en los reencuentros, en los consejos. La siento es sus esfuerzos por entenderme en las etapas en las que ni tan siquiera yo lo hago. La siento en sus estrategias para encontrarme cuando me pierdo en mi misma. La siento en la cesión de sus fuerzas, con cada impulso. La siento como constante, como refugio. La siento mientras me salvan. Me salvan, y sé que lo hacen porque cuando todo parece carecer de sentido, y huir se convierte en la mejor opción, pienso en ellos y me reafirmo en la certeza de que tenerlos es razón suficiente y, así, sigo.
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