Fotografía: Victoria Alonso Almécija El pasado 22 de octubre tuvo lugar el primer café-tertulia de Punto de Encuentro en la Carlos III sobre el amor. ¡Cuánto tiempo soñando con este momento! "¿Y cómo fue?", nos preguntabais aquellos que no pudisteis estar con nosotras. La conversación fue de lo más enriquecedora, disfrutamos muchísimo de esa hora que compartimos y, por lo que nos dijisteis aquellos que estuvisteis, también disfrutasteis del café y queréis repetir. ¿Acaso podemos querer algo más? Primero tuvo lugar la intervención de nuestra tertuliana Beatriz Muñoz, facilitadora de formación a docentes y familias en Montessori y disciplina positiva. En su aniversario de diez años de matrimonio compartió un texto (podéis encontrarlo aquí: https://buff.ly/337XE7D) que nos encantó. Habla de un amor que elige al otro cada día, que supera los desencantos, que es belleza. ¿Quién mejor que ella para abrir el café? Así en su intervención inicial de diez minutos nos explicó qué era el amor para ella. Definió el amor como la fuerza más potente y destacó su capacidad para trascender el espacio y el tiempo, mencionando que incluso queremos a personas que todavía no hemos conocido y a personas que ya no están. Y una vez queremos, somos transformados para siempre: si dos sistemas interactúan uno con el otro durante un tiempo y luego se separan, los podemos describir como dos sistemas separados, pero de alguna manera sutil están convertidos en un solo sistema. Aunque se separen y estén a millones de kilómetros de distancia o a años luz se siguen influyendo entre ellos (ecuación de Dirac). También nos dijo que hubo un momento antes del comienzo de la Historia en el que todos éramos lo mismo y el amor nos conecta con ese origen nuestro, con la unidad. En base a su experiencia, explicó el amor no solo como un sentimiento sino como un ejercicio continuo , como una tarea, un trabajo, un compromiso. y destacó su carácter incondicional, añadiendo que esto lo experimentaba fundamentalmente con sus hijos, incluso antes de conocerlos. Aún así, tenía que recordárselo para quererlos pase lo que pase, líen la que líen. Por último, nos habló de la importancia de querer al otro en libertad, queriendo al otro como es. A raíz de la intervención de Beatriz, comenzamos reflexionando sobre el amor incondicional. Yo quiero ser querida incondicionalmente, haga lo que haga, y quiero querer así... Pero pongo tantas condiciones al amor: te quiero si eres así, o haces tal. ¿Hay que poner condiciones al amor? ¿Cómo amar incondicionalmente? Hablamos también de las fases del amor: ¿cómo distingo -cuando hay menos sentimiento- si he entrado en una fase del amor más madura o si, por el contrario, se ha acabado el amor? ¿Qué utilizar como instrumento de medición? ¿Razón o sentimiento? ¿Experiencias pasadas? ¿Pero acaso el amor se puede comparar? ¿No somos únicos? Posteriormente, nos preguntamos: ¿qué tiene el amor de pareja que hace que merezca la pena permanecer en él? ¿O llega un punto en el que es simple compromiso? ¿Le elegimos por lo que hemos construido juntos, por la seguridad, el compromiso, la rutina,... o es posible seguir eligiendo al otro para siempre por amor? ¡Queremos pensar que sí! Quizás nos olvidamos que el otro es alguien a quien nunca acabamos de conocer por completo, con quien siempre vamos a tener algo nuevo que vivir, de quien siempre vamos a tener algo que descubrir y de lo que enamorarnos. ¿No deseamos ser amados para siempre? ¡Amados! ¡Elegidos! Salieron también las preguntas sobre la posibilidad de amar a varias personas a la vez y sus dificultades prácticas: ¿Y si tienes pareja y te enamoras de otra persona, significa que no quieres lo suficiente a tu pareja? ¿es posible el poliamor? ¿es posible querer a dos personas al mismo nivel? ¿no priorizamos siempre a una persona? Y aún más: ¿no queremos ser priorizados? ¿no queremos ser elegidos primero? ¿qué nos pide el corazón? Por último, destacamos la importancia de saber estar sin pareja para poder querer bien y de sanar las heridas propias. ¿Cómo voy a querer bien al otro con unas inseguridades tan grandes? Si las inseguridades me encierran en mi misma, me impiden quererle en libertad... Pero a la vez, recordamos que no vamos a poder llegar a ser perfectos, sin heridas, con corazones intactos. Somos seres sociales y hay un amor que no podemos descubrir solo por nosotros mismos, necesitamos al otro. ¿No son los otros los que con su amor curan mis heridas? ¿Entonces? Por último, nos hemos preguntado si las relaciones deben tener vocación de ser para siempre o no, si la ruptura es o no un fracaso. ¿Para siempre? ¿Es posible? ¿Qué hacer con el desamor?
Gracias, Beatriz. Gracias, amigos y familia que hicisteis posible el café-tertulia. Gracias a todas las personas que os acercasteis y compartisteis vuestra experiencia enriqueciéndonos con ella a todos y ayudándonos a profundizar y encontrarnos. ¡Nos vemos en el siguiente!
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Escrito por: Marta García Fotografía por: Henri Cartier-Bresson Dieciocho de repente. Has dejado de buscar. Y aunque debería, no es porque hayas entendido eso de que “el amor se encuentra y no se busca”. Es que estás cansada. Cansada de ser esa chica de dieciocho años que no ha tenido un momento romántico en su vida. Cansada de ver parejas entre tus compañeros. Cansada de preguntarte sin parar “¿por qué ellas y yo no?". Cansada de plantearte si hay algo malo en ti. Cansada de ser la chica en la que nunca se ha fijado nadie. Y cuando miras a ese primer chico, ruegas internamente para que se declare de una vez a tu amiga porque están hechos para el otro. Y cuando conoces a la novia del segundo chico te encanta y es una amiga maravillosa…
Cuando el verano acaba no tienes novio, no has dado tu primer beso, ni siquiera os habéis dado la mano, nada ha cambiado. ¿Molesta? Algo. ¿Duele? Un poco. Pero ya no importa tanto. Porque aunque sueñes y desees un amor romántico, vives rodeada de otros amores. Tus amigas se han dado cuenta de lo que te pasaba y han suplido esa falta con su amor. Tus amigos te han visto al margen cuando todos bailaban con sus parejas y te han sacado a bailar entre todos. Tu madrina te ha escuchado, te ha aconsejado y te ha contado sus historias. Y resulta que no eres la única, ni la primera, ni la última en sentir eso. Sonríes. El amor tiene muchas caras. Contactamos con Iván López Casanova porque ambas habíamos leído su primer libro: «Pensadoras del Siglo XX: una filosofía de esperanza para el Siglo XXI». En él, Iván aborda la profunda crisis actual de la cultura de la mano de cinco mujeres intelectuales contemporáneas que aparecerán a lo largo de nuestra entrevista: Simone Weil, Edith Stein, María Zambrano, Hannah Arendt y Elizabeth Kübler-Ross. Iván es Licenciado en Medicina, especialista en Cirugía General y del Aparato Digestivo, y Máster en Bioética por la Universidad de La Laguna. Ha impartido numerosas conferencias sobre Antropología filosófica para universitarios, y sobre adolescencia. De él nos conmovió su inmensa y generosa entrega, al mostrarse ilusionado y comprometido con nuestra entrevista desde el primer momento, así como la verdad que pudimos descubrir en sus cuidadas y profundas respuestas. Esperamos que os ayude tanto como a nosotras. Sostiene en su libro - Pensadoras del siglo XX: una filosofía de esperanza para el siglo XXI - que “sin la alegría, no podemos unirnos al dolor del otro, y quizás no seamos capaces ni siquiera de percibirlo”. Pero, ¿no nos unimos al dolor del otro más bien a través del dolor? La unión al dolor del otro es la compasión, padecer juntos. Pero la pregunta sería: ¿quién ejerce, de hecho, la compasión? Y mi respuesta es esta: solo aquel que ha superado su propio dolor. Y eso se puede calificar como no hallarse triste, tener paz, estar alegre. Porque el que está encerrado en su propio dolor, no poseerá fuerzas para percibir el dolor ajeno; y aun en el caso de que lo detecte, al estar encarcelado en el suyo propio, no podrá salir de sí para consolar al otro. Se podrá sufrir, se podrá llorar, pero nunca hundirnos en la tristeza, ya que, entonces, no seremos capaces de compadecer a nadie. Esta reflexión, me la sugirió la sentencia de Simone Weil, “la misericordia del hombre no aparece más que con el don de la alegría”. Ella me ayudó a comprender que si no estamos alegres −al menos, con paz interior−, en realidad, solo podríamos ofrecer al otro nuestra tristeza. ¿Resultaría fecundo unirnos al dolor del otro sumándole a su tristeza la nuestra? Por cierto, me parece muy fecunda, y tal vez poco trabajada, la reflexión sobre la alegría interior. Por ejemplo, me parece muy necesario unir la ética a la alegría interior, porque nunca se da la una sin la otra. Lógicamente, excluyo de este planteamiento a la tristeza patológica, a la tristeza sin libertad, sin causa, a la tristeza por enfermedad, generalmente depresiva, precisamente por lo que se apunta: no se puede ejercer la libertad al menos en gran medida. ¿El dolor purifica? El dolor puede purificar, pero también puede producir un fuerte resentimiento en el corazón, y dejar un poso muy negativo: todo en lo que interviene una persona depende, en buena medida, de su libertad espiritual y, en otra parte, de su psicología y de su cuerpo, pues pueden quedar secuelas muy profundas. En primer lugar, poseemos la experiencia de que cualquier crecimiento personal ha requerido algún tipo de sufrimiento. Culminar unos estudios, realizar un trabajo bien hecho, cristalizar una familia de lazos sólidos y educar bien a los hijos o el propio trabajo interior para forjar una personalidad madura, ha supuesto esfuerzo y dolor −junto con alegrías entrelazadas−. Pero en todo esto se necesita de alguna dosis de una elección personal, libre. En este sentido, el dolor purifica. “Tal vez curar no consista en borrar la cicatriz, curar es apreciar la herida”, afirma Edith Eger, una superviviente de Auschwitz. ¿No volvemos, de nuevo, al vocabulario de la alegría interior sobre el que reclamábamos antes mayor atención reflexiva? Pero cuando el dolor, no se acepta o se considera absurdo o injusto puede causar resentimiento. De hecho, muchos movimientos político-sociales nefastos han nacido de ideologías que han sabido canalizar ese rencor social. Tampoco purifica el dolor casi nunca cuando sobrepasa el límite de lo humano y deja a la persona con secuelas psíquicas irrecuperables, por ejemplo. En el fondo, con el dolor pasa como con todo lo humano: depende del trato que le demos con nuestra libertad. Por ejemplo, lo mismo ocurre con el tiempo, como afirma Edith Eger: “El tiempo no cura. Lo que cura es lo que haces con el tiempo": De nuevo, lo que haces del tiempo con tu libertad. Simone Weil afirma que “la belleza sólo se revela a la persona que vive con atención”. ¿Vivir con atención consiste más en actuar o en recibir? Simone Weil intuye que el problema fundamental no es tanto la verdad, cuanto el que la verdad resulte atractiva, bella, alegre: todo el mundo sabe que robar o mentir no es correcto, pero sigue ocurriendo con frecuencia. ¿Qué hacer para plantear la vida moral de manera seductora, preciosa? “El cuervo, que en la noche eterna no podía encontrar alimento, deseó la luz y la tierra se iluminó”. A la pensadora francesa le maravillaba este cuento esquimal, porque el deseo de luz producía nueva y poderosa luz. Y entonces proponía, como el elemento fundamental, la atención, educar los deseos: formar hijos con una gran estatura interior, llenos de deseos de pureza, de piedad, de afán de mejorar la sociedad. Con el objetivo de conseguir un profundo entusiasmo por la verdad, el bien y la belleza, de tal manera que en esto sean insobornables, aun cuando esa actitud, en muchas ocasiones, no produzca frutos visibles. Entonces habremos logrado aprendido a mirar al mundo con verdadera atención. Es, por tanto, una actitud −algo activo− que, a su vez, permite la recepción de la luz moral −algo pasivo, algo que recibimos−. Y lo plantea, sobre todo, para el ámbito educativo familiar y escolar, hasta conseguir que sea un hábito en la infancia que operará con independencia de que sintamos más o menos ilusión, porque estará muy arraigado en nuestro fondo interior. Weil lo afirmaba con esta contundencia: “Aunque hoy en día parezca ignorarse este hecho, la formación de la facultad de la atención es el objetivo verdadero y casi el único interés de los estudios”. "La capacidad de prestar atención al que sufre es muy rara y difícil; es casi un milagro; es una capacidad que casi ninguno de los que creen tenerla la tienen en realidad” (Simone Weil) ¿Por qué cree que es casi un milagro? ¿Qué nos puede enseñar acercarnos al que sufre? En primer lugar, refleja su experiencia personal. Pero, a la vez, me parece una sentencia nuclear en su pensamiento, sobre todo en dos cuestiones: el papel de la voluntad y el de la atención. Para Weil, la voluntad resulta muy frágil si no está alimentada por un amor absoluto a la verdad, al bien, a la belleza y a la justicia. Esto lo confirmó con su experiencia personal, pues ella participó en nuestra Guerra Civil y, en ese ambiente bélico, se dio cuenta de que podía haber hecho cualquier locura. “La puerta está ante nosotros, ¿de qué nos sirve la voluntad?”, escribió en uno de sus poemas. Por eso, aunque muchos crean que prestan atención al que sufre, Weil desconfía de la voluntad de esas personas. Para ella, la verdadera capacidad de atender al que sufre es algo que recibe como una gracia. Pero le ocurre solo a quien vive con atención, a aquella persona que en su fondo íntimo alberga una decisión absoluta de búsqueda de la verdad, amor a la belleza y compromiso con el bien y la justicia. Entonces, se sensibiliza ante el dolor ajeno como en una especie de milagro, como quien recibe una gracia muy especial que, ahora sí, mueve a la voluntad para acercarse al que sufre porque, además, detecta su dolor. Y, fenomenológicamente, el proceso ocurre así: primero la persona se compromete con el bien y, entonces, se acerca al que sufre, superando la gravedad de una cierta repulsión o indiferencia. Y más adelante, surgirá como un milagro la belleza de la donación. Pero no al revés: si alguien espera a entender la donación al cien por cien o a estar perfectamente motivado para dar al que sufre, nunca terminará por hacer algo por él. Porque la verdad es comprometida: se necesita primero del compromiso para que, después, advenga la claridad, la belleza y la alegría de la donación. Esto nos enseña Simone Weil. ¿Es lo mismo aceptar la realidad que querer la realidad? Y si no lo es, ¿cómo querer la realidad? ¿Cómo querer la dureza de la vida y no solo aceptarla con resignación? Personalmente, prefiero emplear la expresión “abrirse a la realidad” y “apertura a la realidad”. Me parece que el verbo aceptar, puede connotar un matiz negativo; y querer la realidad tiene la dificultad, que se señala en la pregunta, de cómo equilibrar la expresión cuando la realidad resulte muy dolorosa. Por tanto, la actitud fecunda ante lo real puede estar mejor expresada con la apertura a lo real. Y una vez que nos abrimos a ella, tendremos que aprender a amarla, para lo cual habremos de comprenderla, cuando sea posible. Esto le va muy bien, por ejemplo, para la comprensión del mundo plural en el que vivimos, porque no se puede educar contracorriente: educar es enseñar a amar el mundo que vivimos con sus logros positivos que admiramos y con sus carencias negativas que deseamos transformar. De paso: este será el contenido de mi próximo libro, Educar para la pluralidad. Pero habrá realidades que nunca podremos comprender –“la especie humana no puede soportar tanta realidad”, reza el poema de T. S. Eliot−, y entonces habrá que aceptarla, con mayor o menor resignación, pero siempre dialogando con la realidad, sin desfigurarla, sin engañarnos para que quepa en nuestra cabeza. Además, esas falsas actitudes ante lo real producen, antes o después, neurosis o resentimiento. En su libro nos dice que para quedar liberados de los actos negativos del pasado necesitamos el perdón. Pero, ¿quién nos tiene que perdonar? ¿Y si el otro no nos perdona? El primer perdón, tal vez el más difícil, es el perdón de uno mismo: aprender a perdonarnos. Esto lo afirman todos los psicólogos, y tienen muchísima razón. Ahora bien, en lo que yo difiero de muchos de ellos es en que para perdonarse hay que poseer una razón, y ese motivo razonado no es psicológico, sino espiritual. Y para ello, resulta de mucha ayuda si la persona es religiosa y se sabe perdonada por su Dios. En cuanto a la segunda cuestión, pienso que no suele afectarnos mucho que no nos perdonen; pero resulta absolutamente necesario que nosotros perdonemos. De hecho, lo que destroza nuestra estabilidad psicológica e impide la felicidad, como reconocen todos los psicólogos, es la incapacidad para perdonar. Y, de nuevo, llegamos al problema de que una terapia psicológica puede hacer patente la importancia del perdón para la propia felicidad, pero es difícil que aporte motivación suficiente para su logro. Asimismo, me parece que para ese objetivo ayuda mucho la creencia religiosa. Nos dices que "para perdonarse hay que poseer una razón, y ese motivo razonado no es psicológico, sino espiritual" y que "una terapia psicológica puede hacer patente la importancia del perdón para la propia felicidad, pero es difícil que aporte motivación suficiente para su logro". ¿Podrías aclararnos un poco más? Mi planteamiento es el siguiente: La psicología afirma que perdonar es absolutamente necesario para la salud mental de la persona; así como la medicina podría asegurarle a un obeso que bajar de peso es fundamental para su calidad de vida; o a un drogadicto, que la heroína resultar funesta para su salud. Es decir, proveen de una explicación correcta, cierta. Pero, ¿resulta suficiente?, ¿dejan las personas de comer o de drogarse o llegan a perdonar? En mi experiencia, no. Porque esa motivación resulta insuficiente. En cambio, una persona se enamora o ingresa en una comunidad o tiene una conversión religiosa. Y entonces comienza a recibir argumentos espirituales fuertes que le capacitan para realizar en esfuerzo duro y penoso de perdonar (o para bajar de peso o para desengancharse de las drogas). Esto es lo que ocurre con el perdón: es muy difícil perdonar solo porque alguien nos dice que si no perdonamos nos haremos daño a nosotros. Sobre todo, porque en las experiencias que yo he tenido de personas que no son capaces de perdonar no basta con la motivación que aportan los psicólogos en base a que si no perdonas te haces daño y que “por eso”, debes perdonar: no funciona (todos, casos de relaciones de parejas rotas en las que hay un grandísimo sufrimiento y una sensación de que la otra persona les ha destrozado la vida, porque no te deja ver a tus hijos, o porque les habla mal de ti: ojo, una persona a la que has querido mucho). Se necesita, entonces, una verdadera sanación espiritual muy profunda para superar ese bloqueo psico-espiritual y tomar la decisión de perdonar. ¿Qué significado tiene para usted la frase de María Zambrano “el que de veras ama, aprende a morir”? La frase refleja la propia vida de María Zambrano, el sufrimiento ante su primer amor por el que tuvo que padecer mucho, y que no pudo llevar adelante por una serie de circunstancias complejas. Pero, además, pienso que se pueden hacer dos lecturas. Por una parte, expresa que todo amor es donación, arrancarse de sí, morir a sí y entregarse a otro. Este sentido de amor-sacrificio, de amor-entrega, que tal vez se está desvaneciendo en la cultura actual, me parece precioso. María Zambrano ha expresado genialmente la unión entre libertad y amor; es decir, que para que haya verdadero amor deben ir entrelazados ambos elementos, pero que el primario y primero es el amor. También explica que cuando uno rompe el lazo debido entre amor y libertad, al principio habrá una especie de pseudolibertad en la que se encontrará la apariencia de la liberación de ataduras; pero que esto solo resulta un engaño, pues el individuo quedará deshabitado, atado a la tristeza de su soledad: ¿para qué esa libertad sin amor, esa libertad que duele, la libertad del vagabundo insociable, individualista y solitario? Zambrano comprendía que el núcleo de lo humano es la libertad, pero su materia fundamental y primera es el amor. De esta forma nivelaba bien lo que el Romanticismo había desequilibrado, por su punto de partida falso y utópico sobre la autonomía absoluta del individuo. Una mirada más profunda resulta de considerar que la vida es morir a uno mismo, estar fuera de sí en la persona amada, como los místicos. Es más, si se llegara a ese amor perfecto, ya no haría falta la moral, porque la ética es la ciencia del amor perfecto y esto se lograría cuando se amara de ese modo absoluto. “El que ama los valores por lo que son en sí no teme entregarse a aquello que le supera” (Alfonso López Quintás). ¿Hay algún valor por el que usted entregaría su vida? ¿Para qué vive Iván López Casanova? Esta afirmación de López Quintás combate una concepción extrínseca de lo moral, como el cumplimiento externo de unas reglas. Cuando, por el contrario, se aman los valores éticos, se desea sobrepasarlos y, por tanto, entregarse a aquello que nos supera. Se apunta a una vida moral excelsa. Precisamente porque vivimos en una sociedad llena de pobreza moral, me parece necesaria esta reflexión: si la mayoría de los miembros de una polis no aspiran a una vida moral elevada, adoptando una firme decisión libre, si no existen muchas personas que aspiran a aportar una bondad lo más magnánima posible, nuestra comunidad estaría herida en su núcleo vital. ¿Cómo va a progresar una sociedad en la que la mayoría de sus componentes no aspiren a la excelencia ética individual? Mi aspiración vital es amar, comprender y transformar el tiempo presente, con mi vida personal, con mi trabajo de cirujano del Hospital Universitario de Canarias, con mi participación como profesor ayudante del Máster on line de Bioética y Bioderecho de la Universidad de La Laguna y de la Universidad de Las Palmas de Gran Canarias, y con mis libros y escritos. ¿Qué significa para usted ser feliz/ tener una vida feliz? Ser feliz es algo que se nos da, y nadie puede decir: “espérame que voy a felicitar media hora”. Pero si tuviera que dar tres pinceladas, señalaría que se necesita adoptar una actitud adecuada respecto a nuestra temporalidad, realizar un trabajo interior y capacitarnos para recibir el regalo de la felicidad. Manejar bien nuestra condición temporal. Respecto al pasado, no albergar resentimiento alguno; en lo relativo al presente, sabernos perdonar siempre, aceptarnos con nuestras limitaciones; y sobre el futuro, poseer proyectos que nos ilusionen, para lo cual, hay que mantener la ilusión de enamorados a lo largo de toda la vida, a pesar de las experiencias negativas o las decepciones. Un trabajo interior. La vida feliz no se puede asentar sobre un fondo interior frívolo, sobre un suelo moral agrietado. Se requiere, entonces, esfuerzo para superar una enfermedad muy contagiosa en este tiempo cultural: la superficialidad. Y una cierta ascesis para llevar una vida virtuosa. Por último, la felicidad es un obsequio que nos adviene cuando nos vaciamos de nosotros, siendo capaces de dar y recibir cariño. Decía Chesterton que “cuando amamos una cosa, su alegría es una razón para amarla, y su tristeza una razón para amarla más”. ¡Qué gran sentencia para evitar el celo amargo, el gran enemigo escondido para la posibilidad de ser regalado con la felicidad que da el amor! “Si amas a una flor que se encuentra en una estrella, es agradable mirar al cielo por la noche. Todas las estrellas estarán florecidas”, afirma el principito de Saint-Exupéry. ¿No será esta metáfora celestial la mejor expresión de la felicidad? ¿Qué es para usted ser libre? ¿Podemos llegar a ser completamente libres?
Me gusta subrayar este aspecto de nuestro ser libre: la libertad vinculada. Para exponer esta idea me serviré de una anécdota personal. En esa rara circunstancia de una comunicación cumbre en la que se asiste a la exposición cristalina de lo humano, con sinceridad total y sin necesidad de argumentos, escuché a un amigo decir: “¡ojalá yo tuviera alguien que me empujara!”. Y en este dictum, se encerraba el deseo más profundo de felicidad y libertad que se pudiera anhelar. Es la misma idea que aparece en el Diario de Etty Hillesum, una judía holandesa fallecida en Auschwitz en 1943, que redactó unas páginas maravillosas en las que narró cómo llegó a adquirir una felicidad muy profunda en las circunstancias de falta de libertad exterior durante la Segunda Guerra Mundial. En ese sincero escrito autobiográfico, que sorprende también por los veintisiete años de su autora, se lee: “Me tomó de la mano y dijo, mira, así tienes que vivir. Toda mi vida he tenido el siguiente sentimiento: ojalá viniera alguien que me cogiera de la mano y se ocupara de mí. Parezco valiente y hago todo sola, pero me gustaría muchísimo entregarme”. (Sobre Etty Hillesum escribo en mi libro Pensadoras para el siglo XXI). Mi conclusión es que la libertad, los empujones y la donación, que a primera vista parecen antitéticos, no son excluyentes. Y para entenderlo, hay que distinguir la libertad en abstracto −que parece corresponderse con autonomía absoluta y contraponer autonomía y heteronomía− y la libertad viva, existencial, que enseguida nos facilita la comprensión de que la autonomía es relativa y que se entremezcla siempre con la dependencia. Evidentemente, la libertad humana engloba la capacidad de elegir. En este sentido, parece casi innecesario reseñar que la Democracia es una conquista social irrenunciable en la que la dignidad y los derechos humanos se hallan mejor protegidos que en ninguna otra forma de organización social. Pero la libertad se puede usar para el bien o para el mal. En consecuencia, alcanzada ya la cumbre democrática, habría que explorar los siguientes pasos de la libertad humana. En primer lugar para no caer en esclavitudes de la propia libertad, cosa que ocurre cuando se la percibe desvinculada: la soledad o las dependencias patológicas a drogas, alcohol, sexo, etc., por referirme solo a las más obvias. Pero, a continuación, se necesita aprender para mejorar en nuestro ser libres juntos: educarse para entrelazar nuestras libertades, como personas en relación, individuos que interpenetran sus vidas con las de sus semejantes. En este tiempo en que ya no está vigente la confianza en la Razón ni en las tradiciones culturales, ni tampoco en los valores religiosos o en las utopías políticas, al menos como vigencias compartidas mayoritariamente, sugiere Octavio Paz, en El laberinto de la soledad, que la única salida posible consiste en avanzar en nuestra búsqueda de comunión con los demás: “Allí, en la soledad abierta, nos espera también la trascendencia: las manos de otros solitarios”. Esto supone dar carpetazo a la visión romántica del yo sin normas morales y en la que los demás amenazan nuestra libertad. Porque esa mirada sobre lo humano, escondida bajo muchas obras literarias y películas, no se corresponde bien con el fondo último de nuestro ser personal. En definitiva, se trata de desplegar nuestra libertad aprendiendo a entretejerla con la de los demás, sin temor a los compromisos, lo cual nos ayudará también a paliar nuestra soledad intrínseca. Con esto, respondo a la última pregunta: nunca lograremos ser completamente libres, porque la vida consiste en preciosa tarea siempre inacabada: aprender a donarnos libremente a los demás, a vincular nuestra libertad. Fotografía y escrito por Marta Ruiz del Pino Somos trozos de barro, débiles y frágiles. Enterrado en nuestro interior hay un tesoro capaz de iluminarlo todo. Sólo hay que dejar que la luz que desprende atraviese alguna de nuestras grietas para que suceda el milagro.
A menudo, nos avergonzamos de nuestros defectos y nos empeñamos en esconderlos. Queremos demostrarnos que somos duros y vivimos empeñados en tapar nuestros agujeros. Apagamos nuestra luz y creamos vínculos de barro a barro. Todo nos resbala. Si dejamos que se entrevean nuestras grietas, los demás nos despreciarán, pensamos, y llegaría el desastre de la soledad… Pero, alguna vez, nos encontramos con un barro amigo, un compañero de camino que va erosionando, a base de ternura y paciencia, la cubierta que nos mantiene impermeables. Casi sin darnos cuenta, hacemos lo mismo con ese barro amigo, que se convierte en un espejo de nuestra frágil humanidad. Acariciar las heridas del otro, es reconocer en ellas la profundidad de las nuestras, es tocar nuestra propia vulnerabilidad. Entonces, decidimos exponer nuestras grietas, conscientes del riesgo de ser golpeados y destruidos, pero movidos por la esperanza de ser amados a pesar de esas imperfecciones. En medio del miedo al rechazo, al sufrimiento, que casi siempre permanece como telón de fondo propio de nuestra humanidad, llega un día en que, despojados de disfraces y máscaras, sólo quedamos nosotros, irreductibles y auténticos. Ponerse así frente al otro es un acto de verdadera libertad y valentía. Entonces, sucede el milagro. A través de las grietas, comienza a brotar inconteniblemente el tesoro que teníamos dentro. Reconocemos que es idéntico al que brota por las grietas de nuestro barro amigo. Surge un amor sincero a nuestra propia debilidad. No es una aceptación tolerante, es un descubrirnos torrente por el que discurre la capacidad del tesoro que nos habita. Este conocimiento nos hace amar de una forma completamente nueva. No a pesar de las heridas, sino a través de ellas. Así es como podemos asomarnos al infinito que vive en nosotros. Cuando dejamos que la verdadera vida que nos habita lo inunde todo con su potente luz, somos capaces de amar al otro sin tener que dejar nada fuera de un “te quiero”. Escrito por Luisa Ripoll Alberola Fotografía: Iringó Qué difícil es amar a distancia. Y no porque sea difícil en sí. Es difícil porque amamos fácil a casi cualquiera. A veces se lo ganan y merecen nuestro amor. A veces no, y es nuestro propio amor quien nos ciega.
Amamos fácil porque amamos sin pensarlo demasiado. No solemos pararnos a analizar los atributos de una persona para ya después, si son favorables, amarle. Más bien primero amamos y después llega el torrente de pensamientos sobre las circunstancias que rodean dicho acto concreto de amor desmedido: ¿Le gustaré yo tanto como me gusta a mí? ¿Había alguna intención en lo que me dijo ayer? ¿Mirará a alguien más con la mirada tan especial que me dirige? Amamos tan fácilmente que amamos tantísimo, incluso cuando las circunstancias no son las idóneas y nos hacen daño, y echamos de menos. Y es algo que no podemos elegir. Solo podemos decidir cómo gestionarlo. A veces me descubro a mí misma contando los días para volver a verte, y me odio un poquito por ello, porque contar días como lentejas los hace así, pequeñitos, planos, ordinarios, cuando podría dedicar ese día a quererte un poquito más y/o de una manera más sana para ambos. Porque tú no has elegido que estemos lejos. Ni yo tampoco. Los dos nos merecemos estar tranquilos, estables, y contentos en lo posible con una situación que no podemos cambiar. Aún. He visto a un padre llorar en un autobús, en la nada, tras colgar la videollamada de su hijo pequeño que no dejaba de preguntarle: "¿Dónde estás?". He visto pelis científicas en las que uno de los protagonistas se pregunta en qué dimensión está el amor, si no puede encajarse en el espaciotiempo y si como humanos podemos continuar amando a los muertos, lo cual no tiene aparentemente ninguna función social. He leído y leído a poetas con tres heridas: la del amor, la de la muerte y la de la vida, y me han transmitido su amor a las letras y la sonoridad pausada a través de los siglos. ¿Qué clase de fuerza cósmica es el amor? ¿Qué nos esconde? ¿El amor nos controla? ¿Somos unos descontrolados cuando amamos? ¿Qué nos esconde? Fotografía y escrito por Ana María Uribe La semana pasada pensé mucho en el amor. ¿Qué es? ¿Es algo que podamos definir? ¿Es una cosa, muchas o es todo? ¿Sirve de algo intentar entenderlo o será mejor dedicarnos a intentar vivirlo? Y la más importante de todas: ¿lo he sentido?
Mi relación con el amor es ambivalente. De alguna forma lo busco todo el tiempo. Tengo una necesidad inmensa de ser amada y de amar. Y solo sé que estoy viviendo de forma auténtica y feliz cuando estoy amando casi siempre: a mi familia, a mis amigos, al vecino en el ascensor, a las matas de mi casa, al cielo cuando lo saludo por la mañana y, especialmente, a Dios. En esta lista, es obvio, hay un amor que falta. Tal vez es el más representativo de lo que usualmente entendemos como “amor”. El amor romántico. Ah. Ese. El famosísimo. La obsesión de mi alma desde que tenía la suficiente consciencia para identificarlo en películas de princesas. Siempre me ha fascinado. Y lo he estudiado a distancia en películas, en libros, en las parejas que se sientan a mi lado en el avión. Entre mi familia y entre mis amigos lo veo a veces, fuerte, bueno. Esos días, tengo la certeza de que sí es la forma más real de amor que existe. Veo cómo nos hace mejores, valientes, capaces de olvidarnos de nuestra vanidad y de nuestro orgullo. Veo cómo embellece al que lo vive. Cómo se multiplica para transformarse en nuevas vidas. Cómo cambia y nos cambia. Cómo crece con los problemas y endulza los momentos más dolorosos con un abrazo y un beso que dicen “estoy aquí”. Esas veces que lo veo, lo sueño desde lo más profundo de mi alma. Anhelo poder encontrarlo, y saber reconocerlo cuando lo tenga. Espero y rezo que llegue y no se vaya. Pido la fortaleza y la valentía para luchar por él, para construirlo todos los días, para que mi corazón sea lo suficientemente grande para ganarle a los miedos que mi cabeza se inventa. Porque si que tengo miedo. Mucho. Podría remitirme a mi infancia, a mis papás, a mis abuelos, tíos, primos, o a todas las experiencias de desamor que he vivido directamente para justificar mis miedos. Pero la verdad es que no vale la pena. Porque aunque sea verdad que el miedo pueden tener fundamento en algunas experiencias que he vivido, creo que en el fondo es solo orgullo. Puro miedo a perderme a mi misma, mis espacios y a tenerme que enfrentar a todo lo bueno, pero también todo lo malo, que hay en mí. Qué vanidoso ese corazón que prefiere quedarse solo antes que aceptarse imperfecto. Antes de tener que hacerse vulnerable frente a otro igual de imperfecto a él. ¿Cómo le explico que esta pataleta no le conviene en absoluto? ¿Cómo lo convenzo de que para ser realmente útil tiene que arriesgarse a dejarse amar? Porque es eso lo que le cuesta más que nada. Dejarse ver. Dejarse mirar. Dejarse querer. Todos esos actos que requieren un nivel de humildad muy profundo, y que a mi corazón orgulloso le cuestan todo. Pero no puedo quedarme solo como espectadora, como la fan número uno del amor que se dedica solamente a mirarlo por las ventanas, escucharlo en canciones y soñarlo cuando creo que nadie me está mirando. Sería la tristeza más grande de mi vida saber que no me permití amar por el miedo profundo a ser amada. Escrito por: María Palos Pereira Fotografía: vía Tumblr Llevo un tiempo sin vivir en casa. Y ahora, estoy de nuevo introduciéndome en la vida familiar.
Mi abuelo se echa la siesta veinte minutos después de comer y antes de volver a trabajar. Y mi hermana siempre le prepara su medio vaso de café con leche cinco minutos antes de que se levante. Él lo agradece muchísimo, se lo toma, y se marcha a trabajar. Hoy mi hermana no está. Y a mi me hace ilusión prepararle a mi abuelo el café. Tontamente, me asaltan mil dudas, y de pronto parece que me cuesta más preparar este vaso que sacar mi doble grado. Medio vaso de leche. Pero, yo lo he visto a veces, y me parecía mucho más pequeño. Más bien como un cuarto. Y, ¿Cuánto café le gustará? No sé si acertaré al calcular la proporción de café para tan poquita leche. Lo mismo con el azúcar. Nunca había visto tanta ciencia en la preparación de un café. Qué bonito es pensar que, a hacer actos concretos de amor, se aprende. Fotografía y escrito por Teresa García de Santos El salón de mi casa es precioso. Tiene una de las mejores vistas de Madrid, dos cuadros pintados por mi madre y una biblioteca con cientos y cientos de libros ordenados cuidadosa y alfabéticamente por mi padre. Y sin embargo, yo querría hablaros de un pequeño rincón compuesto por cuatro enchufes, dispuestos dos arriba y dos abajo. Nunca había reparado en ellos hasta este año. ¿Y qué tienen de especial? Que ahí - en esos cuatro enchufes - nos jugamos el amor. Lo más cómodo es apropiarse del enchufe más alto y más cercano. Es el que yo siempre cogía. Hasta que vi a papá. Se agachaba un poco más para dejar, precisamente, ése libre. Aluciné. Papá aprovechaba hasta un insignificante enchufe para amar. Qué locura de corazón. Que locura que sea mi padre.
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