Fotografía y escrito por: Marina Sánchez Tengo una libreta en la que escribo todo lo que pasa por mi desordenada cabeza. Es preciosa. Las tapas están cubiertas por una tela azul verdoso, decorada por flores en tonos blancos, granates y marrones. La rodea un hilo que sirve de cierre, que enrosco con detenida paciencia cada vez que termino de escribir. Mi pequeño ritual. Al abrirla, en la segunda hoja, se pueden leer las palabras de mi padre, cuya prosa siempre he admirado y, por ello, cuando decidí comenzar a plasmar lo que me carcomía por dentro, sentí que no podían faltar. Hasta ahí todo es impecable. La libreta perfecta. Pero si pasas a la siguiente hoja, dejas atrás la belleza de cómo me ve mi padre, y te encuentras con el rastro de cómo me veo yo. Justo antes de llegar a mis primeros pensamientos, se puede apreciar el vestigio que dejan un sin fin de hojas arrancadas, una infinidad de historias a medias. Hoy, mientras contemplaba ese surco de papel, me he dicho, “menuda forma de destrozar una libreta perfecta”. Así que, por un momento, he tomado la decisión de comprarme otra, un nuevo intento de perfección. Pero luego me he puesto a pensar en cómo ese surco de papel hablaba de mí, de quién soy yo. Soy la impulsividad que me lleva a arrancar una hoja, sin pensármelo dos veces, cuando creo que el contenido no es lo suficientemente bueno. Una inconformista. Pero va mucho más allá. Realmente soy como mi libreta. Si miras solo mi cubierta te llevas una impresión que, en cuanto pasas a la segunda página, se desmorona. Pues no soy más que la suma de multitud de hojas rotas, de innumerables relatos a medias. Soy lo que ha quedado después de que me arrancasen, de improvisto, muchas de mis páginas, sin dejarme escribir lo que pudo haber sido otra historia. Soy un intento de ocultar imperfecciones no aceptadas. Ese surco de papel es el reflejo de las heridas que me ha dejado una lucha por convertirme en otra versión, ilusoria, perfecta. Entonces me he dado cuenta de que deshacerme de esa libreta significaría mucho más de lo que me puedo permitir. Así que me he propuesto quererla y aceptarla tal y como está, despellejada, rota, a medias. He decidido empezar a ver la belleza de lo imperfecto a través de mi libreta. Pues ahora que estoy en mitad del mismo proceso conmigo misma, ¿cómo de incoherente sería desprenderme de ella?
0 Comentarios
Fotografía: Sara Gómez Cuadrado El pasado 18 de noviembre tuvo lugar en la Universidad Carlos III el segundo Punto de Encuentro: la pregunta sobre nuestra identidad. Para profundizar tuvimos con nosotras a Mónica Cavallé, doctora en filosofía y especialista en acompañamiento filosófico. ¡Fue una pasada!, todo un descubrimiento. A continuación os resumimos lo que compartimos. En su presentación, Mónica nos contó cómo a través de sus acompañamientos se ha dado cuenta de que la identidad es el tema radical. Hasta que no se clarifica quién soy yo, no se clarifica todo lo demás. Es curioso que tengamos que preguntarnos quiénes somos, no es evidente. El yo tiene raíces profundas, va más allá de lo que pienso que soy y de lo que quiero ser. Estamos aquí y somos, pero somos un misterio para nosotros mismos. Nuestro “yo profundo” (al que Mónica también hace referencia como “fondo” o “centro”) es una guía interna que todos tenemos, un sentido de la verdad y de la belleza que nos guía, de tal forma que el sufrimiento es la voz de ese yo profundo diciendo que algo tiene que cambiar. Cuando vivimos conectados con nuestro fondo, reconocemos en nosotros mismos un sentimiento de dignidad, de valor, de identidad, que no pasa por la mirada de los demás. Sin embargo, muchas veces no vivimos conectados con nuestro centro. Por el contrario, asumimos una serie de falsas creencias sobre nosotros y vamos configurando un “yo superficial” desde el que vivimos. Así, la falsa creencia primera que solemos asumir es que tal y como soy, no soy digno de ser amado porque no soy lo suficientemente valioso, guapo, bueno, inteligente, exitoso,… Me he creído que lo que soy no tiene ningún valor, sino que valgo en la medida en la que me adecúo con un “yo ideal”, el cual toma una forma diferente para cada uno. Por ejemplo, me he creído que valgo en función de los resultados que obtengo, de mis logros, o en la medida en la que satisfago las necesidades de los demás, o en función de lo que aporte a los de más, o de lo guapo o guapa que el resto me vean, o de lo inteligente que sea y el conocimiento que acumule... ¡Pero mi yo profundo ya es completo! Viviendo desde nuestro yo superficial, desconectados de nuestra esencia e hipnotizados por falsas creencias que nos hemos creído, hemos dejado de ver la auténtica verdad sobre nuestra identidad: la belleza y completitud de nuestro ser. Tenemos mucho miedo a mirarnos porque creemos que eso que vamos a ver nos define (¡cuánta confusión!). Ante estas falsas creencias que hemos asumido como verdad sobre nosotros, son distintos los comportamientos que adoptamos. Algunos nos desconectamos de los vacíos de identidad que provocan, los ignoramos. Otros, para intentamos llenarlos, buscamos fuera, es decir, esperamos a que el exterior llene el vacío que solo puede llenar el contacto con nuestro propio valor. Por último, somos muchos los que construimos un yo ideal creyendo que, cuando lo alcancemos, por fin seremos valiosos. Cada yo ideal es diferente, y normalmente vamos a intentar encarnar aquello por lo que nuestro entorno nos valoraba durante la niñez (la bondad, el poder, la belleza, la espiritualidad, la inteligencia,...). De esta manera, resulta muy común acabar confundiendo mi identidad con el yo ideal que me he construido, esa imagen que tengo que defender ante los demás. Cuando vivimos desde el yo superficial, nos vivimos como una imagen que realmente no somos. Una aclaración: vivir pretendiendo ser una imagen ideal (más buena, exitosa, guapa, generosa,...) no es lo mismo que tener aspiraciones de crecimiento. En todos nosotros hay un anhelo de desarrollo. Al inspirarme en el sentido del bien, la verdad y la belleza para crecer, estoy en paz con la experiencia presente y con el momento evolutivo actual en el que me encuentro (¡soy lo que he podido!), y a la vez me reconozco en continuo dinamismo y crecimiento. Como una planta que es perfecta en cada momento: desde que es semilla hasta que se convierte en flor. El yo ideal es algo diferente a esto porque genera autodesprecio y rechazo. A mi yo superficial no le interesa el proceso de crecimiento sino el resultado, que es lo que va a engorda mi imagen. Entonces, ¿quién es responsable de que me haya creído que no soy suficiente, con el dolor que esto me provoca? Mónica nos dijo que hay mucho victimismo del pasado. El problema no es que mis padres o mi entorno tuviesen falsas creencias sobre mí, que no supieran mirarme y quererme por lo que soy, el problema es que yo asumí esas falsas creencias como una verdad sobre mí. El origen del dolor es nuestro propio autorrechazo. El miedo a que nos vean los demás y nos rechacen es una proyección de nuestro autorrechazo. De hecho, somos tan susceptibles al rechazo y a la crítica que generamos un entorno a nuestro alrededor tan falsamente positivo que no es bueno para crecer. ¿Y cuál es el camino? Ser yo. Ser yo es abandonar mecanismos de defensa, máscaras, y mostrarme como soy, dejarme ver en mi verdad. Es el camino de la vulnerabilidad. Cuando simplemente soy, lo que yo soy no lo tengo que defender, no lo tengo que engordar. No tengo que demostrar que soy especial. Veo mis defectos como manifestaciones de cualidades que hay en mí (todavía) no desarrolladas. El defecto es la expresión limitada de una cualidad. Por ejemplo, puedo aceptar con paz que mi capacidad de empatía está (por el momento) poco desarrollada. Si yo no asumo como verdad las falsas creencias sobre mi identidad y alguien me rechaza, es desagradable pero no pasa nada, puedo seguir siendo yo. No hay miedo, puedo ser vulnerable. Crear un falso yo me impide ser vulnerable, que es la única fuente auténtica de conexión con el otro y de felicidad. El sufrimiento no desaparecerá, pero cuando nos hemos aceptado con nuestras imperfecciones sentimos un sufrimiento sano, limpio, más sereno. Además, solamente siendo yo, vulnerable y sin pretensiones, puedo salir de mí para extasiarme con la belleza, amar -porque el verdadero amor consiste en entregarle al otro mi yo real, no mi yo ideal- y sentirme amada -porque tenemos un deseo profundo de ser amados con todo lo que somos-. Es difícil salir de la personalidad que nos hemos construido porque duele más el rechazo a uno mismo que al yo con más caras, pero el dolor más profundo es no haber sido el que estabas llamado a ser y no haber protagonizado tu propia vida. ¡Merece la pena ser tú! Y hasta aquí por hoy. A nosotras nos ayudó tanto este café... ¡todavía tenemos resaca de la buena! Gracias, Mónica, por regalarnos tu sabiduría y experiencia, y por tu generosidad con Punto de Encuentro. Fue un lujo tenerte entre nosotras, no podríamos haber encontrado a nadie para guiarnos mejor. Gracias también a todas las que estuvisteis allí, fue un auténtico placer escucharos y aprender con vosotras. Y a los que no pudisteis pero nos leéis, también gracias. ¡Seguimos!
Escrito por: Isabel Bolio Soy a lo que alguna vez llamaron “un puñado de células”. Soy desde antes de estar, soy nueve meses más de los que me contaron. Soy un gemido incontrolable a media noche. Soy un par de ojos azules curiosos. Soy los primeros pasos, pequeños y temblorosos, en la alfombra de mi casa. Soy todo eso que fui y que sigo siendo.
Soy un diente caído y una sonrisa chimuela. Soy el desvelo en noche buena. Soy el raspón, soy la caída, soy la lágrima y soy porque me levanté. Soy el eco de las risas en el patio de recreo. Soy el susurro del perdón que le pedí a una amiga, ese que aun regresa de vez en cuando. Soy la pena, tensa pero humilde al ser regañada frente al salón. Soy el orgullo de sacar la mejor nota en español. Soy un azotón de puerta y soy el enojo de pubertad. Soy la rebeldía encarcelada. Soy la incomprensión. Soy mientras siga siendo. Soy lo nuevo. Soy lo bello. Soy lo que hizo que él me viera. Soy la ‘manita sudada’ en recreo. Soy el primer beso. Soy el recuerdo de la primera flor. Soy la sonrisa enmarcada, jamás olvidada. Soy, toda yo, en una canción dedicada. Soy todo eso pero también soy el miedo al oír un ‘perdón pero la gente cambia’. Soy el ‘crack’ que se oyó cuando un corazón se rompió. Soy las lágrimas. Soy el adiós. Yo soy porque no me detengo. Aunque a veces no me guste aceptarlo, también soy lo cotidiano. Soy lo repetido, día tras día sin cambio alguno. Soy lo aburrido. Soy tareas infinitas. Soy la recopilación de minutos lentos. Soy tardes desgastadas. Soy la rutina. Soy una más que se pierde entre la humanidad. Soy la definición de lo irrelevante. Pero soy… y eso hace toda la diferencia. Soy sorpresa, soy incertidumbre, soy ingenuidad, soy destreza, soy libertad, soy cambio y soy lo inesperado. Soy lo nuevo. Soy todo lo que hace que este mundo nunca se canse de ser. Soy un rastro del calor de verano. Soy un par de escalofríos sentidos por el agua fría del mar. Soy pelo dorado al rayo del sol. Soy olor a sal. Soy las playas que se impregnaron en mi piel a través de los años. Soy el frío y la fogata de invierno. Soy el bosque. Soy un fin de semana en la montaña. Soy colores, soy recuerdos en forma de artesanías todavía guardadas al fondo de un cajón. Soy una ‘callejoneada’, y alguna serenata. Soy vestidos bordados, soy canciones, soy comida, soy olores, soy gritos de ‘¡viva México!’. Soy mi patria, la que he llevado conmigo cada vez que piso fuera de ella. Pero también soy un poco del resto del mundo. Soy un poco de Londres y un poco de España y de Praga por decir algunos lugares. Más que nada soy de quienes me recuerdan ahí. Y es que al final no soy nada, sin ser de los demás. Soy lo que aprendo. Soy lo que crezco. Soy lo que dejo de ser para ser algo mejor. Soy el querer volver a ser quien era. Soy quien era. Soy en potencia. Justo ahora soy salones, soy el viento, soy una mirada, en este instante soy pasos apresurados, soy risas, soy un solo rayo de sol, soy una bata blanca más entre las multitudes, soy todo lo que ya he sido pero además soy consiente. Sé que soy y por eso soy más de lo que fui. En este instante sé que aunque quiera no dejaré de ser. Soy todo esto y seré el resto para siempre. Escrito por Luisa Ripoll Cuadro de Joaquín Sorolla Vuelvo en mí porque vuelvo de estar con los que me han conocido siempre. Y ellos vuelven en ellos porque yo también les conozco en profundidad. Volver a un lugar que es lugar y que no lo es, y sentirme yo, mi yo más puro. Sentirme yo porque da igual cómo sea, da igual cómo me presente y lo que haga, porque voy a sentirme aceptada.
Vuelvo al parque de las palomas en el que mamá y yo pasamos tanto tiempo, aunque paso de pasada porque ya han quitado los columpios. Vuelvo a sentarme al aperitivo al sol que hacíamos con la abuela. Vuelvo a dar mi paseo favorito, y vuelvo a oler a mar y a arena, y un poco menos a crema solar porque es invierno. Vuelvo a sentir frío húmedo y el pelo se me queda liso con esta agua. He cambiado mucho. Sé que nunca viviría aquí pero sé que este siempre será mi hogar. Vamos cambiando, pero somos el lugar al que siempre volvemos. Escrito por: Sophie Grimaldi Cuando se haya borrado cualquier esbozo de juventud en mi cuerpo y las arrugas hayan colonizado mi piel, seguiré siendo yo. Cuando mi pelo del negro haya pasado al blanco trillado, seguiré siendo yo. Cuando se hayan muerto todos los que me han visto nacer y me haya olvidado de los que he engendrado, seguiré siendo yo. Cuando en mi boca los discursos apasionados hayan dejado paso a monosílabas balbuceantes, seguiré siendo yo. Cuando mi mirada se nuble sin destello de inteligencia en ella, seguiré siendo yo. Cuando esté necesitada de todos y no quiera estar con nadie, seguiré siendo yo. Cuando confunda al hombre de mi vida con un desconocido, seguiré siendo yo. Cuando nada pueda sola, seguiré siendo yo. Cuando todos los deseos de esta vida se hagan cenizas para mi, seguiré siendo yo. Cuando al fin no posea nada más que esa caja en la que esté encerrada, seguiré siendo yo. Seguiré siendo yo porque seré lo que siempre he sido: Suya. Publicado en el Instituto John Henry Newman (https://institutojohnhenrynewmanufv.com/)
Fotografía y escrito por: María Isabel Giraldo Hace poco leí un consejo: vive en la verdad. Me asusté un poco, intenté pensar en otra cosa. Pero volvía una y otra vez.
Mi relación con la verdad no ha sido fácil. Creo que la relación de la humanidad con la verdad tampoco lo ha sido. Porque imaginamos, creamos, inventamos. Nuestra naturaleza es despierta, creativa y transformadora. No nos basta ver el mundo y aceptarlo tal cual es, vernos a nosotros mismos y asumirnos así. Me he peleado mucho con la verdad. Cuando llegué a la adolescencia, empecé a ver problemas en mi perfecta e imaginaria realidad de niña. “Mis papás no son ángeles, se equivocan. Al mundo no lo mueve el amor. Las amistades no son fáciles ni el futuro seguro. Hay injusticia. Sufrimos. Las cosas se acaban”. Empezó pues nuestra lucha. Nació también en mi corazón un fuerte deseo de cambiar esa verdad, tan fea. Pero me di de frente contra un muro. La verdad que aún no había descubierto, aquella que por muchos años negaría… era la verdad de mí misma. ¡Me creía tan perfecta! Por mucho tiempo, me definieron las calificaciones, los premios de fin de año, la admiración de las niñas menores, los piropos de los niños. Crecí con una autoestima en apariencia robusta, pero débil como una bomba demasiado inflada. Era saludable para aquella adolescente. Pero no lo sería para la joven que llegaba. Poco a poco, aparecieron pedazos ocultos de verdad. Mis heridas de infancia, que había cubierto con arena. Mis inseguridades, monstruos debajo de la cama, que salían a devorarme en la oscuridad. Mis miedos, enormes nubes negras sobre mi vida “perfecta”, que no se iban después de la tormenta y me llenaban de melancolía. Mis errores, que me avergonzaban porque ¡cómo iba yo a equivocarme! Mis imperfecciones, abundantes como lunares regados por mi alma, eran para mí manchas sobre mi tez impoluta. ¡Cuánto aprendería de todo aquello! No vivir en la verdad es como caminar con los ojos tapados y las manos atadas. Y solo. Porque nadie quiere amar una fachada. Si uno va a aventurarse a amar, más le vale amar verdaderamente, amar verdades. Fue pues en el amor que entendí que mi verdad era preciosa. Con rotos, raspones, desiertos. Con todo. Aquellos lunares no ensuciaban. Adornaban. Ya sé que no soy mis títulos, habilidades o logros. Soy, en cambio, mi historia. Soy mi familia y mis amigos. Soy mis pasiones, caídas y luchas. Soy la herida que dejó ese exnovio, el arrepentimiento al pelear con mi mamá, la vergüenza por mis errores. Soy el abrazo de Dios, que abarca todo eso. Soy mis virtudes, que pueden crecer solo cuando acepto sus limitaciones. Soy mi risa y mi llanto, las palabras feas que se me salen y mis ganas esporádicas de demostrar cariño. Soy toda mi verdad, que acepto con una sonrisa interior, al saberme rota. Rota y amada. Porque mientras no la acepte, no seré capaz de mejorarla. Habrá duendes que me acompañarán toda la vida, imposibles de cambiar, y que no me gustan nada. Entonces los tomo de la mano y, como a un viejo amigo, los llevo conmigo. Es más sabio y genuino que pelearnos todo el camino. Otras oscuridades están ahí para empujarme a luchar, con paciencia y humildad, con mansedumbre y tenacidad. Ese intento por pulirme sin prisa ni pausa, pero en paz, también hace parte de mí. ¿Qué sería yo sin mis luchas? ¡Qué grande es la aventura de vivir nuestra verdad! Aceptarla para luego abrazarla y, finalmente, dejarla que nos transforme. Que suavice nuestra alma. Que aumente nuestra empatía. Que nos ayude a agradecer. Que nos impulse a crecer. Que nos enseñe a amar, porque donde están las heridas e imperfecciones está la tierra fértil para amar. No puede amarse un maniquí. Amamos personas, su verdad total y hermosa, que enriquece la propia. Es esa la verdad que vale la pena vivir, que vale la pena amar. |
Categorías
Todo
|