Escrito por: Allbry (Bryan Gras Canillas) No das un paso más porque el viento no te deja. Si nadie te mirase te dejarías llevar por el temporal, porque eres un azogue. Te agarras a lo que puedes y como puedes. Vas en contra de todo aire en movimiento, ya sin ganas. Cansada de luchar no te rindes a la boca de la tempestad.
El huracán silva por tus costillas. Más pronto que tarde llega la calma. Te ríes porque la corriente te hace cosquillas. El vientecillo ha terminado de pasar las hojas de tu nuevo libro favorito y haces de tu cotidianidad la ilusión de antaño. Eres independiente a todo fenómeno. Amaina. Soplan alegres los dioses que no existen y eres libre. Piensas en volver a pensar, las sienes te hacen chiribitas. Has encontrado tu sitio y era justo donde estabas. -Estoy en paz con la brisa porque ella misma te ha traído- le dije soñando a la felicidad.
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Carlos Javier González Serrano es director editorial y asesor cultural y de comunicación. Apasionado de los libros y lector voraz, cosecha algunos títulos académicos en Filosofía y Psicología. Imparte conferencias regularmente sobre filosofía y literatura, y colabora igualmente con importantes medios de comunicación. Estamos muy agradecidas a Carlos porque desde el minuto cero se mostró con nosotras cercano, hospitalario, increíblemente generoso y dispuesto a ayudarnos con Punto de Encuentro. Vernos con él nos hizo preguntarnos sobre la felicidad y la vida. Esperamos que a vosotros su experiencia y conocimiento también os hagan preguntaros y aprender. En nuestra experiencia la felicidad es algo constante, estable. Podemos experimentar emociones “negativas” y, sin embargo, seguir considerando que tenemos una vida feliz. ¿Cuál es tu experiencia sobre ello? ¿Qué felicidad has encontrado? Quizá la felicidad no sea esa experiencia “constante” en la que suele pensarse; hay que distinguirla muy bien de la alegría, que siempre hay que recoger cuando llega. La felicidad tiene que ver con la acción, es decir, la felicidad no llega por sí misma, sino que se construye a través del actuar, y, en este sentido, por supuesto que puede estar acompañada de vivencias más agridulces, como la tristeza o la soledad. Precisamente porque la felicidad es un camino, un tránsito, y no una posición o meta definitiva, podemos encontrar piedras en el camino. Puesto que la felicidad, en mi opinión, es una conquista, no podemos sentarnos a esperarla, pues en ese pasar también pasa la vida y, con ella, nuestra posibilidad de intervención. Ya dejó apuntado Platón que el Bien es una conquista constante y difícil de conseguir, pero considero, respondiendo a vuestra pregunta, que es la mejor y más bella que podemos obtener: la conciencia de haber obrado bien sin haber esperado nada (el reconocimiento del otro, una vida eterna, la fama, el dinero, etc.). Respecto a mi propia felicidad, no tengo duda en que la he encontrado, si así puedo llamarla (aunque prefiero referirme a momentos puntuales de alegría), cuando mis emociones se encuentran en paz, cuando el equilibrio u homeostasis no se da sólo en términos biológicos, sino también y sobre todo emocionales o sentimentales. Vivir en paz con uno mismo es una de las sensaciones que más bienestar procuran, consiguiendo, con ello y por añadidura, la indiferencia hacia el juicio ajeno. Mucho habló Leopardi (y tantos otros autores) de la importancia del amor propio, y no les faltaba razón. El amor propio, el amor (o cuidado) por uno mismo, se halla en el comienzo de una feliz convivencia con los otros. Dices que debemos aceptar la realidad tal y como es, abrazar tanto lo bueno como lo malo. ¿Qué tiene la realidad de malo? ¿Cuál es la parte infeliz de la vida? La vida no es un mal en sí mismo, pero sí contiene diversos males que le son consustanciales: la enfermedad, la violencia, el dolor y sufrimiento (físico y anímico), el enfrentamiento mutuo entre individuos, pueblos o naciones, la envidia y las pasiones en general, etc. También, por supuesto, la muerte, aunque no puede ser catalogada como un mal, sino como nuestro fin fenoménico, razón por la que guardamos ante ella tanto pavor. En nuestros días hemos olvidado el pathos griego, es decir, que, antes que nada, antes de ponernos a pensar, existe una manera o un promontorio desde el que pensamos. Somos animales racionales, desde luego, pero, al igual que otros organismos vivos, también padecemos: es decir, somos un receptáculo de sensaciones desde las cuales erigimos nuestro propio pensar. Eso es lo que, fatalmente, hemos olvidado. El avance de las ciencias y el imperio de la tecnología nos han otorgado una falsa sensación de dominio total, frente a los otros y frente a nuestro entorno, que nos han empujado a mirar de soslayo, incluso con desprecio, todo aquello que tiene que ver con nuestra condición sintiente. Y, como ya dijera María Zambrano, sentimos antes que pensamos. Por eso debemos aceptar lo que nos ocurre como algo que tiene lugar en el seno de la vida biológica, convirtiendo esa biologicidad en existencia, es decir, en una vida biológica sentida, acogida y aceptada. Nada tiene esto que ver con una resignación de corte cristiano-judaico, sino con una voluntaria aceptación de lo que somos para, a partir de ese horizonte, poder forjarnos como posibilidad, como proyecto abierto. Sin aceptación del pasado y de nuestro presente, sea cual sea nuestra circunstancia, es imposible erigir la idea de futuro. Y, si bien es verdad, como decía Hannah Arendt, que sólo el presente existe para la acción, también es cierto que el pasado nos constituye y el futuro nos influye para, precisamente, desarrollar nuestro presente. Es esta aceptación, a la que Kierkegaard se refirió como la angustia de la libertad, la que tenemos que (re)aprender en tiempos de imposición de una falsa y siempre ilusoria sensación de felicidad. Dices que «detrás del mal se esconde algo bueno». ¿Qué has aprendido en tus sufrimientos? ¿Cómo tu sufrimiento te ha acercado a otros? Todos afrontamos baches, es inevitable. E, incluso, en ocasiones podemos llegar a pisar los más oscuros fondos de la tristeza y el desánimo. Yo también lo he hecho, y desde luego que ha sido duro, pero, pasado el tiempo, y visto en retrospectiva, resulta necesario y enriquecedor. Por eso hay que tener la firme consciencia de la construcción personal para poder salir de esos baches. Cuando se pierde nuestra dimensión de proyecto, de estar lanzados hacia el futuro, también se pierde el contacto con eso que somos y, sobre todo, podemos llegar a ser. A este respecto, siempre recuerdo aquella cita de Kafka que Hannah Arendt empleó para hablar de Walter Benjamin en su texto Hombres en tiempo de oscuridad: “Cualquiera que no pueda arreglárselas con la vida mientras está vivo necesita una mano para disipar un poco la desesperación sobre su destino, pero con la otra mano puede apuntar aquello que ve entre las ruinas”. Esa mano que señala hacia delante, y que no se sume en esa desesperación, es el símbolo de la proyección, de nuestro ahínco por seguir adelante: la llamada de la vida. El sufrimiento, también y como apuntáis, nos acerca a los otros. Ya lo apuntó Schopenhauer: la compasión es el único móvil auténticamente moral, desinteresado, pero necesitamos del propio sufrimiento para poder acercarnos al de los demás, para poder comprenderlo y mitigarlo. No se trata de un mecanismo interesado, sino de un verdadero impulso por querer aliviar lo que se interpone entre nuestro prójimo y su felicidad. Resulta llamativo, casi mágico (en palabras de Hermann Hesse), esta unión anímica entre almas que sufren. Pero sucede, ese es el hecho. ¿Cómo estás viviendo la cuarentena? ¿Cómo te ha cambiado la mirada? Trabajando mucho (mientras haya trabajo y éste puede sostenerse), escribiendo, leyendo, estudiando, mucha música, deporte en casa y una gran dosis de introspección. La mirada cambia poco; cambia más la actitud frente a la realidad. Vienen cambios y habrá que adaptarse a ellos, no sólo como individuos, sino como sociedad, y dependerá de todos: prácticas de consumo, teletrabajo, la peligrosa dictadura de lo gratis, etc. Serán tiempos duros para el conjunto de la población a nivel mundial. Desde la crisis de 2008 muchas cosas cambiaron. Entre otras, la volubilidad de los contratos de trabajo y la necesidad constante de adaptarnos artificialmente, de valer para todo, como si no pudiera existir ninguna certeza sobre nosotros mismos. Esto nos lleva a preguntarnos quiénes somos y, lo que es peor, si servimos realmente para algo. Estamos expuestos a un vaivén continuo y llevamos años viendo cómo el tejido social se viene abajo por la inseguridad en los puestos de trabajo. Creo que está en manos de gobiernos y empresas, y en la responsabilidad de los trabajadores, crear un nuevo escenario laboral que dé sosiego y seguridad. Sin seguridad económica, y sin la satisfacción del trabajo bien hecho, es difícil renovar y desarrollar el tejido social. Por otro lado, se redefinirá la concepción de nuestras relaciones sociales. Hemos ido destruyendo el tejido social y lo hemos convertido en un continuo, es decir, no estamos nunca desconectados, siempre permanecemos en contacto unos con otros. Esto es contraproducente. Hay una expresión muy bella que puede resultar útil. Y es la de “echar de menos”, que tiene origen gallego-portugués. Literalmente, hallar algo que ya no está, es decir, sentir la presencia de la ausencia. El lenguaje es muy bello, y debemos sacar de él algunas enseñanzas. Entre ellas, que es hermoso y muy necesario sentir la ausencia del otro, hallar el ser de lo ausente y desear recuperarlo. Es muy importante recalcar la necesidad de crear espacio entre unos y otros. Desde luego que la globalización tiene efectos muy positivos, en lo económico, lo tecnológico y lo informativo, pero literalmente hemos saturado el espacio de lo social. No existen grietas entre unos y otros, no hay nada que nos invite a recuperar el contacto con el otro, porque el otro, directamente, nunca desaparece de nuestra escena. Tenemos que volver a poner en valor esa capacidad para echarnos de menos. Y no sólo a nosotros, entre personas, sino todo en general. Lo tenemos todo aquí y ahora. Ya. Sin dilación. Tenemos acceso a cualquier experiencia de manera virtual, lo que hace que se pierda lo genuino de esas propias experiencias. Hay que recuperar esa capacidad de espera, de permanecer a la expectativa. No hay nada más bello que el tiempo de la víspera, de lo que está por llegar. Sabemos que defiendes el pesimismo como antídoto a tanto optimismo. ¿Qué defendería un mal pesimismo y un buen optimismo? Un mal pesimista es el que se encierra en su circunstancia y no comprende que la acción es la única posibilidad humana para redimirse. O, sin emplear terminología religiosa o metafísica, el mal pesimista aboga por una tristeza endémica que le paraliza y le impide actuar. Se equivoca quien piensa que el pesimista no quiere cambiar la realidad: quiere hacerlo, pero sin construir castillos en el aire. El pesimista desea modificar la realidad mucho más (a fondo) que el optimista, que tiende a dejarlo todo en su sitio bajo la esperanza de que todo irá mejor; un sabio y bien entendido pesimismo aboga por una actuación comprometida en todas las facetas de la vida y, además, constituye y desarrolla un bello humanismo, al sabernos todos víctimas de una misma realidad. Así titulé mi última traducción a una selección de textos de Schopenhauer: pesimismo que redime. Por otro lado, me cuesta pensar en un “buen optimista”, en términos de acción. El buen optimista se convertiría en un sano pesimista al compartir que sólo mediante la palabra y la acción, como sostenía Hannah Arendt, es como nos ponemos y situamos con y frente a los demás y como podemos cambiar el mundo. Prefiero no hablar de optimismo salvo cuando se refiere a que el mundo, a través de un lúcido pesimismo, puede comenzar a cambiar las cosas. Y, sobre todo, a querer cambiarlas… Escrito por: Natalia Pacheco Infante Son las 8:09 de la mañana y estoy en la estación para ir a clase. Ver amanecer desde el tren me ayuda a reflexionar cada día. Me gusta pensar que el transporte público contribuye a la unidad del mundo. Veo gente de distintas edades, españoles y extranjeros, unos en traje y otros en chándal... Todos ellos en un único vagón.
Pero me atrevo a decir que nadie sonríe. ¿Qué les pasa? Quizás estén dormidos; es temprano. Pero cuando vuelvo a casa por la tarde tampoco veo sonrisas. Quizás sigan dormidos ¿dormidos para siempre? ¿Serán felices? ¿Qué me hace a mi feliz? Un café con los amigos, pasear por la playa, escuchar mi canción favorita, que mi abuela haga la comida que me gusta... Pero ¿es todo esto suficiente? ¿Qué es ser feliz? Y yo ¿soy feliz? Tengo millones de preguntas. A veces tengo miedo a la felicidad, a dar todo de mí y decepcionarme, a que la realidad no sacie mis -quizás demasiado exigentes- expectativas. Por otro lado a menudo percibo que los niños parecen siempre felices. Les es muy fácil sonreír incluso cuando algo no va bien. Y es que no se paran a pensar en las consecuencias, no construyen laberínticos caminos en busca de respuestas. Simplemente viven hoy sin querer averiguar qué va a pasar mañana. Y entonces yo me pregunto ¿es posible hallar la felicidad en cualquier circunstancia? Mi corazón desea ser feliz en cada instante, cuando hay exámenes, cuando me equivoco, ser feliz incluso ante el dolor... ¿Hay algo que dure para siempre? ¿Existe la eternidad? Resulta que es vital y entretenido esto de las preguntas. Pero ¿sabes qué? Un día en medio de todos estos pensamientos encontré sonrisas en el tren. En el tren de las 8:17, al final del primer vagón. Dos chicas que hablan, ríen... Ellas no van dormidas, me atrevería a decir que son felices ¿será que la compañía contribuye a la felicidad? Pocos días después esas dos chicas tienen nombre y apellidos. Ya no cojo el tren de las 8:09. Aunque me pierda el amanecer, prefiero ir en el de las 8:17, y subirme al final del primer vagón. Era necesario salir de mi zona de comfort: de mi tren habitual, del vagón más accesible. Era necesario ser un poco niña para descubrir que la vida es mucho más simple, que la felicidad no entiende de idiomas o edades: ningún corazón está excluido de ese deseo. Era necesario todo esto para descubrir lo verdadero, para experimentar que la felicidad solo es real cuando es compartida. Me doy cuenta de que -aunque a veces intente negármelo- sé perfectamente dónde puedo encontrar la felicidad: existe una eterna sonrisa. ¡Qué impresionante su poder! Conocimos a Margarita Álvarez gracias a nuestro querido Pablo Burgué, director de Factoría de Talento. Cuando le dijimos que el próximo tema a profundizar en Punto de Encuentro era la felicidad, en seguida nos habló de Margarita. ¡Y cómo no hacerlo! Entendimos rápido el motivo: presidenta del Instituto de la Felicidad de Coca-Cola (sí, ese de donde salían preciosos anuncios que todos guardamos en nuestro corazón), directora de marketing y comunicación de Adecco, nombrada por la revista Forbes como una de las 50 mujeres más poderosas de España, etc. etc. Sin dudarlo decidimos contactarla y desde entonces siempre que hemos hablado con ella nos ha hecho sonreír. Margarita derrocha energía y alegría de vivir. Tras leer su libro Deconstruyendo la felicidad estas fueron las preguntas que le hicimos. Esperamos que os ayuden a vivir mejor, como a nosotras. Gracias Margarita por tu cálida acogida y por hacerte vulnerable con nosotras. ¿Cómo se relacionan la felicidad y la esperanza, según tu experiencia? ¿Se puede tener esperanza y a la vez vivir en el aquí y ahora? ¿Y si lo que esperamos que suceda no ocurre? La felicidad y la esperanza no es que estén relacionadas, sino que van estrechamente unidas. Nuestra felicidad depende de nuestro cerebro, y este juega con nosotros constantemente: tanto en el pasado, a través de la memoria, rellenando nuestros recuerdos, como en el presente y en el futuro. Tus expectativas futuras afectan a cómo te sientes hoy. Nos pasamos la vida preocupándonos por cosas que la mayoría de las veces no suceden y esperando a que ocurran cosas para ser felices - cuando tenga novio, cuando me case, cuando acabe la carrera, cuando me saque el carnet- pero siempre tenemos motivos suficientes. La felicidad está en el camino, aunque sea un topicazo. Una cosa son los objetivos y metas, y otra los sueños. Está muy bien tener objetivos porque te da una dirección y la sensación de haber conseguido un reto es brutal. Un sueño es más trascendental, aferrarte a él es muy bueno porque te hace levantarte por las mañanas de una forma muy especial, pero tiene que ser lo suficientemente amplio para que pueda cumplirse. No es verdad que si puedes soñarlo puedes hacerlo, pero sí es verdad que si te empeñas en conseguir tu sueño, por el camino te van a pasar cosas alucinantes, porque la vida te las va trayendo. La sensación de positividad y la esperanza, tiene que venir de que la vida te va regalar cosas que ni te puedes imaginar. Esa expectativa es muy difícil que no se me cumpla. Cuando estás en movimiento y luchas por algo, la vida te regala cosas que ni puedes imaginar. Un sueño es una cosa a perseguir pero con cierta racionalidad, estando lo suficientemente abierto, porque si estás muy centrado en una cosa concreta no te das cuenta de lo que pasa. Por ejemplo, si quiero estar en el Top 1 de Los 40 Principales me voy a estampar, pero si quiero hacer vibrar a las personas con mi arte, la vida me va a regalar muchísimas oportunidades de hacerlo. Y eso es lo que de verdad es un sueño. Obviamente yo no voy a ser Rosalía, pero igual acabo cantando en el coro de aquí cerca o en teatro, y feliz. ¿Cómo ser feliz en medio de la enfermedad, sufrimiento, incertidumbre, cuando se aproxima la muerte? La felicidad tiene mucho que ver con la paz interior, con la vida que hemos llevado hasta ahora y que estamos llevando. Confundimos la felicidad con la alegría y perdemos de vista que es compatible con la frustración, incertidumbre, miedo, tristeza. Puedes ser feliz y vivir momentos de duelo, todo entra dentro de lo que es la plenitud del ser humano. El sufrimiento, tristeza, el miedo y la incertidumbre forman parte de esto. Lo que es importante es que sepamos reconocer, gestionar estas emociones y tratar de reducirlas en el tiempo. La gracia de la vida es que unos días estas triste, otros alegre; ese contraste hace mágica la vida. Hacemos que la gente se sienta culpable por estar triste, les decimos: el dinero no da la felicidad, hay más peces en el mar, le quitamos el valor a las cosas menos buenas que pasan. Pero de ellas se pueden sacar cosas muy bonitas. Yo perdí a mi padre siendo muy joven, pero recuerdo que los meses más bonitos fueron nuestros cuatro últimos: porque le tocas, le oyes respirar, cada frase se te queda grabada a fuego. Todas las emociones nos enseñan a vivir y son fundamentales. Las emociones extremas nos tienen que llevar a recapacitar y sacar la esencia. ¿Se es más feliz en la ignorancia? Hay una frase que dice hay dos formas de ser feliz, una es hacerse el tonto y otra serlo. Nos es verdad. Hemos pensado que cuanto más informado estabas, menos feliz eras, pero cuando entiendes cómo funciona tu cerebro, tus emociones, tu entorno y la gente que quieres, es mucho más sencillo ser feliz tú y hacer feliz a los demás. Con respecto a ti misma, entenderte es muy importante porque es la manera de quererte y perdonarte. ¡Hasta hace muy poco yo no me quería! Lo que hacía conmigo misma era correr, hacer, no paraba, no me escuchaba. Es muy importante cómo te quieres, cómo te tratas, porque refleja mucho cómo vas a querer a los demás. Y con respecto al mundo, todos tenemos un poco de responsabilidad para hacer que este mundo sea un poco mejor, y para eso tengo que saber qué ocurre. Saber que pasan cosas terribles no es incompatible con ser feliz. Es bueno que estes triste, te frustres, te aburras, porque todo forma parte de nosotros y es información. Tengo que ser conscientes y saber qué pasa en la vida porque yo quiero mejorar el mundo, me hace feliz, y para eso tengo que estar informada. ¿Mostrarnos a otros, dejarnos mirar, ser vulnerables,... nos hace más felices? Somos seres sociales. Si alguien me pregunta cual es el ingrediente más importante para ser feliz son, sin duda, las relaciones personales. Y las conexiones personales se generan cuando te abres y depositas tu confianza en otro. Nada genera más confianza que mostrarme vulnerable contigo. El pedir ayuda y dejarme ayudar, el acercarme y dejar que me toques, es la conexión más grande que puede haber entre dos seres humanos. No hay nada que nos una más. Mostrarte vulnerable da miedo y genera incertidumbre, pero tiene un efecto tremendo en ti y en el otro. Estás colocando a la otra persona en un lugar en el que no sabía ni que estaba. Es un acto de generosidad, confianza, de conexión brutal. En tu libro Deconstruyendo la felicidad haces referencia a “una felicidad cotidiana, una felicidad a pie de calle”, ¿a qué te refieres con ello? Muchas veces confundimos la felicidad con un estado de Nirvana en el que entras de una vez para siempre, pero la felicidad es un estado de satisfacción razonable con la vida y contigo mismo. Yo soy una persona razonablemente feliz, no estoy en una nube todo el día. Ser feliz, cada vez más apunta a la suma de pequeños buenos momentos del día a día, además de tener un sentido de la vida que los complemente y compatibilice. La felicidad tiene mucho que ver con las cosas cotidianas. Lo bueno de este maldito virus es que nos está enseñando lo que de verdad importa, aquello que de repente echamos de menos. Parece que el virus nos está intentando explicar que volvamos a lo sencillo, a lo esencial. Nos pasamos el día corriendo y nos dejamos atrás cosas en las que nos debemos enfocar para ser felices. Lo que importa está a menos de un metro y nos lo recuerda haciendo que no nos podamos acercar a menos de dos. Es lo que se nos olvida en el día. Me encantaría colgar con vosotras y llamar a mi padre para contárselo y no puedo. Sin embargo cuando cuelgue y llame mi madre diré “qué pesada”. ¡Se nos olvida disfrutar de todas las pequeñas cosas!, ojalá este virus nos enseñe. ¿Qué admiras en otros? ¿Qué es para ti el éxito? Cuando salgo en la lista Forbes de las 50 mujeres más poderosas, despierto a los tres niños. ¡Mira lo que ha pasado!, les digo. Las dos mayores se dieron la vuelta y se fueron a dormir y el pequeño me dijo: ¿y tú qué superpoder tienes? Esas pequeñas cosas te colocan en tu sitio. Es una revista, no tiene más relevancia, y no tengo ningún superpoder. Esas pequeñas cosas que la gente te va recordando es lo que hace que admire a alguien. Admiro a gente que vive como quiere, haciendo lo que le hace feliz, y siendo buena persona. Mi éxito personal es disfrutar cada día de todo lo que hago, pensando que dejo huella en mi entorno. Una vez me preguntaron, ¿si te regalara una valla publicitaria, qué pondrías? Me encantaría poder poner: piensa en lo que vas a contagiar a la próxima persona con la que te encuentres. Es una máxima que si tienes en mente, tu trato con los demás cambia y dejas mucha más huella de la que piensas. Cuando me han pasado cosas que ojalá no hubieran sucedido, siempre intento darme mi tiempo, entender que puedo estar triste sin sentirme culpable, y sacar las cosas buenas. No le puedo sacar nada positivo a la muerte de mi padre pero los últimos cuatro meses fueron preciosos. Mi hija mediana estuvo muy malita cuando nació y en esos momentos descubrí a toda la gente que me quería, a la que podía llamar, ¡no sabía que había tanta! Según tu experiencia, la fama, popularidad, riqueza, ¿dan felicidad? Rotundamente no. No tiene nada que ver. Aunque hay una cosa que es evidente: hemos hecho análisis en cinco continentes, siete países diferentes, para ver qué efecto tiene el dinero en nuestra felicidad y en todos los lugares, universalmente, una vez que tienes cubiertas tus necesidades básicas, el dinero no discrimina. Así, se puede ser infeliz y muy famoso y puedes no ser conocido y tremendamente feliz. Es una cosa que no va emparejada. Lo que sí trae mucha infelicidad es una inseguridad económica. Es muy difícil hablar de felicidad con alguien que no sabe si va a poder llegar a final de mes o si le va a poder dar de comer a sus hijos. Pero una vez cubiertas las necesidades básicas, hay dos efectos que por desgracia suceden a todos los seres humanos. Uno de ellos es el de la adaptabilidad. Tú te adaptas a lo que tienes. Y cuánto más tienes más quieres. El principio de adaptabilidad es ilimitado. Y el principio de comparación. Todos tendemos a compararnos con nuestro entorno. Entonces si tienes una moto pero todo tu entorno tiene coche, mal. La fama, el dinero y la popularidad son tres elementos que nunca se acaban, son ilimitados. ¿Puede llegar a ser incluso negativo? Sí, pero sobre todo porque te quita lo esencial. Una de las cosas que te quita la fama son las cosas cotidianas: sentarte en un banco de la calle porque hay una puesta de sol alucinante, irte al quiosco y estar un rato con el quiosquero… Claro que a veces resta, porque te resta justo eso: la parte más de verdad y te regala la parte más superficial. Una de las cosas que estamos viendo ahora y que tiene que ver con la apariencia, la imagen, es el aumento de casos de ansiedad y depresión en adolescentes y preadolescentes. ¿Por qué? Porque las redes sociales son una “minifama”, son el preludio de la fama. Es un lugar donde siempre tienes que estar perfecto y además ves que todo el mundo está perfecto. Entonces dices: todo el mundo tiene una vida perfecta menos yo. Sin ser consciente de que tienes que tener un filtro porque nadie cuelga la fiesta aburrida a la que ha ido o el día que salió feo a la calle. Y luego está la presión de los likes: si tengo pocos o tengo muchos, si mis amigos tienen más o tienen menos… Esto es un experimento cotidiano de lo que podría ser la fama. Y es una experiencia devastadora. Uno tiene que ser consciente de que puede tener 18.000 seguidores en una red social pero que si mañana tiene un problema, va a llamar a ocho. Los que te quieren, los que van a estar ahí incondicionalmente. El estudio más largo, en el tiempo, que se ha hecho nunca sobre felicidad lo hizo Harvard y fue durante 70 años con 900 participantes. La conclusión más importante de todo el estudio es que lo que hace más felices a las personas, independientemente de la edad, la etapa de su vida, el perfil sociológico…, es la calidad de sus relaciones sociales.
Escrito por: Teresa García de Santos Es curioso. Durante cuatro años pensé que me había confundido de carrera. Elegí Derecho y Economía porque quería dedicarme a la política, pero bastó un año para que se tambalease mi férrea vocación al servicio público. Con el desplome del motivo de mi elección, empezaron a surgir las dudas, a aparecer las primeras crisis: me he confundido de carrera, ¿qué hago yo aquí?, esto no es lo mío… Así, estos pasados años me dediqué a sacar — a cumplir con — las asignaturas: tiempo justo, nota suficiente. El estudio se convirtió en un obstáculo para mi felicidad. Cuánto más rápido, cuántas menos horas dedicadas, mejor.
Por dos motivos no dejé la carrera. El primero: no encontraba nada mejor, nada para mí. El segundo: mis amigos. Estaba segura — y lo sigo estando — de que nuestra promoción era excepcional: qué conversaciones las de los descansos, qué cariño entre unos y otros, qué risas tan habituales… ¡Cuánto bien nos hacíamos! La gente — en abstracto y en concreto — compensaba con creces mi desgana. Pero había un problema: el estudio — no por deseo, sino por necesidad — ocupaba una fracción de tiempo desproporcionada de mis días. Sola frente a los apuntes y con una larga y amenazante tarde por delante, entendí que para ser feliz en presente, para que la mediocridad se alejase de mi sombra, para que diese posibilidad al disfrute, para que mis horas no se esfumasen en vano, debía elegir aquello que tenía enfrente y entregarme a ello. Y todo ha cambiado. Deseo los lunes con la misma intensidad que los sábados, las asignaturas — milagrosamente — se han vuelto interesantísimas y los profesores — repentinamente — me parecen excepcionales, cada vez rehuyo menos las mañanas de estudio, las clases son la salvación de mis días grises, he dejado de ponerme tareas pendientes para hacer en clase — vamos que he empezado a atender — y voy — progresivamente — desechando la excusa victimista de mi ineptitud para el Derecho. Es curioso. Durante cuatro años pensé que encontraría la felicidad al descubrir mi pasión, mi carrera, mi vocación. Y a pesar de que nada de esto me haya sido revelado, soy muy feliz en la universidad. Nunca lo había sido tanto. Quizá el secreto se halle aquí y ahora. Quizá la felicidad consista en dar oportunidades a la realidad. |
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