Fotografía y escrito por: María Isabel Giraldo Hace poco leí un consejo: vive en la verdad. Me asusté un poco, intenté pensar en otra cosa. Pero volvía una y otra vez.
Mi relación con la verdad no ha sido fácil. Creo que la relación de la humanidad con la verdad tampoco lo ha sido. Porque imaginamos, creamos, inventamos. Nuestra naturaleza es despierta, creativa y transformadora. No nos basta ver el mundo y aceptarlo tal cual es, vernos a nosotros mismos y asumirnos así. Me he peleado mucho con la verdad. Cuando llegué a la adolescencia, empecé a ver problemas en mi perfecta e imaginaria realidad de niña. “Mis papás no son ángeles, se equivocan. Al mundo no lo mueve el amor. Las amistades no son fáciles ni el futuro seguro. Hay injusticia. Sufrimos. Las cosas se acaban”. Empezó pues nuestra lucha. Nació también en mi corazón un fuerte deseo de cambiar esa verdad, tan fea. Pero me di de frente contra un muro. La verdad que aún no había descubierto, aquella que por muchos años negaría… era la verdad de mí misma. ¡Me creía tan perfecta! Por mucho tiempo, me definieron las calificaciones, los premios de fin de año, la admiración de las niñas menores, los piropos de los niños. Crecí con una autoestima en apariencia robusta, pero débil como una bomba demasiado inflada. Era saludable para aquella adolescente. Pero no lo sería para la joven que llegaba. Poco a poco, aparecieron pedazos ocultos de verdad. Mis heridas de infancia, que había cubierto con arena. Mis inseguridades, monstruos debajo de la cama, que salían a devorarme en la oscuridad. Mis miedos, enormes nubes negras sobre mi vida “perfecta”, que no se iban después de la tormenta y me llenaban de melancolía. Mis errores, que me avergonzaban porque ¡cómo iba yo a equivocarme! Mis imperfecciones, abundantes como lunares regados por mi alma, eran para mí manchas sobre mi tez impoluta. ¡Cuánto aprendería de todo aquello! No vivir en la verdad es como caminar con los ojos tapados y las manos atadas. Y solo. Porque nadie quiere amar una fachada. Si uno va a aventurarse a amar, más le vale amar verdaderamente, amar verdades. Fue pues en el amor que entendí que mi verdad era preciosa. Con rotos, raspones, desiertos. Con todo. Aquellos lunares no ensuciaban. Adornaban. Ya sé que no soy mis títulos, habilidades o logros. Soy, en cambio, mi historia. Soy mi familia y mis amigos. Soy mis pasiones, caídas y luchas. Soy la herida que dejó ese exnovio, el arrepentimiento al pelear con mi mamá, la vergüenza por mis errores. Soy el abrazo de Dios, que abarca todo eso. Soy mis virtudes, que pueden crecer solo cuando acepto sus limitaciones. Soy mi risa y mi llanto, las palabras feas que se me salen y mis ganas esporádicas de demostrar cariño. Soy toda mi verdad, que acepto con una sonrisa interior, al saberme rota. Rota y amada. Porque mientras no la acepte, no seré capaz de mejorarla. Habrá duendes que me acompañarán toda la vida, imposibles de cambiar, y que no me gustan nada. Entonces los tomo de la mano y, como a un viejo amigo, los llevo conmigo. Es más sabio y genuino que pelearnos todo el camino. Otras oscuridades están ahí para empujarme a luchar, con paciencia y humildad, con mansedumbre y tenacidad. Ese intento por pulirme sin prisa ni pausa, pero en paz, también hace parte de mí. ¿Qué sería yo sin mis luchas? ¡Qué grande es la aventura de vivir nuestra verdad! Aceptarla para luego abrazarla y, finalmente, dejarla que nos transforme. Que suavice nuestra alma. Que aumente nuestra empatía. Que nos ayude a agradecer. Que nos impulse a crecer. Que nos enseñe a amar, porque donde están las heridas e imperfecciones está la tierra fértil para amar. No puede amarse un maniquí. Amamos personas, su verdad total y hermosa, que enriquece la propia. Es esa la verdad que vale la pena vivir, que vale la pena amar.
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