Escrito por: Teresa García de Santos Fotografía por: Vivian Maier Examinaba mis piernas mientras subía las escaleras de la preciosa playa de Carvalho. Y, sin pedir ningún tipo permiso, las preocupaciones y los ojalás corporales me apresaron. Definitivamente tengo que hacer esos ejercicios de tripa. Con cinco kilos menos estaría mucho mejor. Y con mi ancha espalda tendría que hacer algo también. Absorta en mis complejos físicos había recorrido más de la mitad de los peldaños. Paré un instante para ver por dónde iban mis padres y, realizada la comprobación, me dispuse a retomar mi penosa — y tan habitual — tarea. Pero al voltear la cabeza, mis ojos toparon con un río de alegres árboles que parecía deslizarse por la ladera. Se apiñaban unos junto a otros y sus frondosas copas invitaban a tenderse sobre ellas. ¡Era espléndido! ¿Cómo no me había fijado antes?
Y sucedió el milagro. De inmediato le cayó de los ojos algo como escamas, y volvió a ver. Vi dos mundos. El de mi ceguera, mi ensimismamiento, mis penas. Y el de los árboles, el atardecer, el océano. Se oponían. Cabeza gacha frente a mirada al horizonte. Ceño fruncido frente a sonrisa despreocupada. Reproches continuos frente a agradecimiento espontáneo. Manos reivindicando frente a brazos abiertos. Escaleras interminables frente a peldaños inapreciables. Respiración entrecortada frente a plácidos suspiros. Nunca lo había visto con tanta nitidez. ¡Cuánta belleza me había perdido en mi vida! Y por consiguiente, cuanta alegría. Pero incluso vi algo con mayor claridad. Mi constante ensimismamiento aún tenía un remedio: la belleza. Ante ella, mi corazón aprovechaba la ocasión para huir y descansar de mi. Estaba demasiado ocupado contemplando los majestuosos árboles y el imponente atardecer como para preocuparse por niñerías. Y ser consciente de esto, de que la belleza aún tenía el poder de salvar el mundo —o al menos, a mi misma—, me esperanzó. Ni mi pobreza, ni la aflicción tendrían la última palabra.
0 Comentarios
Deja una respuesta. |
Categorías
Todo
|